Ni a gritos se podían tapar algunos silencios. Tan pronto se sentía como un pomposo capullo, que como alguien más guapo que el pecado o sencillamente una puta mierda. Pero escribía, o lo intentaba a duras penas.
Había ido a hacer la compra por no aguantarse. En el peor día de la semana, y a la peor hora. Y lo sabía. Lo bueno, que saludó a un viejo conocido que le reconoció, de esas personas en las que confiar y poder darle las llaves de su casa. Buena gente. Compró comida y helados. Los necesitaba. No pensaba abrirlos por mucho que lo necesitase; otras tantas veces sí que lo hizo.
Tenía edad como para recordar los tiempos en los que la gente cumplía su palabra. Por eso mismo se sentía así, medio engañado, medio defraudado… medio gilipollas. Era un escritor solitario, silencioso y soñador. De niño, alguien callado, a quien le daba vergüenza hablar, sabedor que habría algo esperándole, algo más fuerte, más inteligente, más amable, más duradero. Algo más grande y mejor.
Sin embargo, la vejez le llegó con achaques de estabilidad y poco más, y eso que una mujer llegó a ir más allá de sus hábitos de escucha y las palabras escritas.
Su escopeta, a sus setenta años, seguiría tan precisa como el día en el que se fabricó. Un día especial, porque estrenó ropa ese viejo carcamal; en la noche en la que volvió a fumar.
Su diario pronto supo que eso no fue una buena señal. Todo se le antojó frío, lúgubre y cambiado sin remedio. Estaba solo, con los nervios a flor de piel, con la mirada perdida en la silla, vacía. Pasó a ser el lugar más maloliente al cabo de unos días.
Nadie acudió en años…. llegó a pasar medio siglo de vida cuando alguien abrió la puerta sin que sonase la campanilla previamente. Las cortinas le parecieron llamativas.
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