No era fácil ser reina cada día. Cada tarde, la necesidad de mirar donde pisaban para no romperse una pierna antes de tiempo ralentizaba su marcha, pero lo hacían como nadie, y eso que cualquier movimiento les causaba dolor y placer.
Mitad niñas, mitad mujeres, podían ser un símbolo, un icono, mostrando muchas veces el camino al éxito, esforzándose más allá de sus errores y sus defectos, como con hilos transparentes en ese idílica y revolucionaria juventud y madurez.
Eran deportistas de élite y bailarinas sumamente queridas, muy rivales y al tiempo compañeras de vestuario. Seguían escrupulosamente las instrucciones, humanas y laborales. Difícilmente habría personas más perfeccionistas y cumplidoras que ellas, suturadas a eso de ser más que doncellas sin discusión.
La inquietud les quitaba el hambre y les cerraba las heridas cual nieve en primavera, armonizándolas en su mar de fertilidad.
Y por adultas, guardaban los lápices de colores en el escritorio, con esos capuchones de tapa y estuche nunca mejor vistos, recordando lo que fueron y eran, junto a la laca negra y toda la retahíla del estar perfectas junto a los tutús, las plumas clásicas y las bailarinas. Justo al lado de ese olor de conjuro íntimo para que todo les saliera bien, siquiera piedad.
No bailaban por solidaridad o cariño, y la culpa no era suya. Sus vidas siempre fueron una apuesta descabellada sin futuro. Ninguna podría ser bailarina para siempre, ni reina, por más que su figura y personalidad así lo aceptasen, esa y no otra era parte de la risueña rotundidad con la que se negaban a aceptar lo que sabían, porque jamás se podrían rendir ni buscar otras voces donde atrincherarse (eso era cosa de chicos, reyes o guerreros y la chispa de la codicia).
Lo normal les era seguir haciendo las cosas que les hacían importantes con la tranquilidad o intranquilidad de siempre, caminando y asumiendo su propio riesgo como la primera vez, limando las aristas del aire, allanando su indignación y templando ese aire pestilente de la espesa y fría envidia que no les privaba del consuelo del grito interior de sus lágrimas.
No pocas ciudades las envidiaban, tierras y poblaciones liberadas: ciudadanas de segunda, primerizas siempre.
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