Morir un poquito más libre, sin saber

Aceptó el café, tan castaño como sus ojos, que se desenfocaron. Ella le sonrió, sembrándosele las mejillas de los ininterrumpidos hoyuelos, al tiempo que se dividía el perfume. Ella, más la emoción más íntima a quien procuró no turbar.

Cada mañana, o tarde, cuando los turnos se lo permitían, con el mejor humor adelgazaba su estresante ritmo ataviada como aquella vez, o casi, incluso con los pendientes de perlas falsas; hacía eso que para su hija era un sinsentido, o un juego más, por joven. Sujetándose a las ventanas las abría, después, miraba afuera de la habitación; la que permanecía a puerta cerrada salvo en ese albor, en la que algún que otro día sufrió su arrojo restregando las paredes con estropajo.

Era la rutina; como si todavía le besase un lado de la cabeza y luego lo soltase, cosa que jamás hizo ese corcel de bebé tan diferente, y tan igualito a su madre, desde el mismísimo momento en el que la morena empezó a tener barriguita, en un mundo tan desesperanzado y terrible. Nunca admitió el cheque del otro.    

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