No estaba ni para un esfuerzo de imaginación: exhausta, brillante, famélica. Caminó extraña. Mejor eso que cosas peores. Amores perros tenía la jovencita, desnuda, que, por no saber, no sabía ni su nombre: pura serendipia.
Igual los árboles, muy contentos, redondos, lamentaron si cabe reconocerla en tal día, más desvelos no hubo. Ni de los pequeños burgueses sentimentales, esos trigos, muchas veces imposibles, cada cual, a su diferencia, su zumbido, su espiga. Quien más quien menos anduvo, en cierta manera: presos comunes.
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