Es doce de abril del dos mil catorce, prácticamente las cosas se suceden tal y como se han venido produciendo siempre, no obstante, en un ejercicio de realismo, a uno le toca extractar parte de sí, y es entonces, cuando se da cuenta de esa evolución infinita, por dolorosa que sea. Las cosas no son tan distintas de cuando empezó, sin embargo, los relatos dicen mucho. Como en cualquier historia basada en principios y sentimientos, se trabaja el amor y la voluntad, amén de otros temas, pero de ningún modo el autor se denigra a ser un esclavo de ello, es más, aún tiene el suficiente poso de malestar, como para no arriesgarse a nada, por ello se adentra en cotidianidades, por encima de sus necesidades irracionales.
Para cuando el universo de las letras vino a ver al autor, el mismo no estaba preparado ni formado como para expresar todo lo que sentía, tanto en los aspectos más básicos de la vida, como en asuntos literarios; hubieron de trascurrir muchos meses hasta que fue capaz de hilvanar historias cortas con cierto sentido, dentro de una misma (su propia vida), en donde todo lo expuesto encajara sin que fuera algo reiterativo ni peyorativo. Por entonces, no sabía más que ahora, pero sí procesaba con la misma certeza que hoy en día, porque los hechos que se tratan son normales, por estúpidos o lejanos que puedan parecer. En esa nube de afectos e ingratitudes, uno aprende y se hace, mejor o peor, pero se va construyendo su propio acontecer.
Ubicar los sucesos en contextos muy dispares, no hace más que servir para igualarnos. Hay tantas maneras de contar las cosas como de sentirlas, por eso, cada cual parte de sí mismo; en este caso, se comenzó sin saber muy bien qué decir, y terminó diciéndoselo prácticamente todo. Cuando menos lo más importante, de ahí, que estos hechos formen parte de “El Libro de un cualquiera”; y de un pasado que nunca desaparecerá.