No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta le pareció que él le había susurrado demasiado alto.
Bien pronto, ese se dio cuenta de que hacer todo lo que podía no era todo lo que ella necesitaba. Llevaban años juntos, pero como si no los hubiera habido. Tiempos atrás le quitó la soledad, los miedos, las dudas.
No obstante, uno y otra necesitaban procesar la realidad. Habían perdido buena parte de su casa, sus enseres, y casi que a su familia. Tenían que aprender a volver a tenerse.
De vez en cuando era bueno echar la vista atrás, y recordar dónde empezó todo. O que no pasase necesariamente nada, y que se necesitase estar solo, sola. No ser lo que el otro pudiera ver, ni lo que pudiera pensar, ni decir… no ser nada de eso. Quizás, con el paso de los días y los trabajos volverían a picarse por todo, o reírse por nada… sus enfados, sus abrazos.
Al final, era mejor no reclamar nada, alejarse y sujetarse con los ojos, escribir con otras manos el dolor de uno mismo. Pertenecer.
Castigo de Dios y de los hombres en la Tierra
Mientras las gentes del lugar afrontaban sus problemas, otras tomaban conciencia del dolor con una honestidad entrañable. Uno de cada cinco comercios había desparecido para siempre. Los vecinos se iban, los más humildes; los comercios se iban, los más humildes; pero la fidelidad conyugal seguía siendo una maldita bendición para muchos.
Ella era una maestra retirada que vivía bien, aunque a veces pensaba en abandonar ese pequeño lugar, repitiendo el patrón. En otras, era abnegadamente ciega. Valía por lo que era capaz de hacer con lo que sabía. Ni deseaba ser alguien conocida, ni aspiraba a ser alguien que mereciera la pena conocer.
La iglesia le había dado una llave, y Susan podía seguir yendo a tocar el piano siempre que quería. Al cura lo que más le asustaba era el momento de aquellas primeras notas.
Un abrazo podía calmar muchas tempestades. Apretaba fuerte y no lo dejaba pasar. Su marido no tenía que irse a ningún sitio para pensar eso. La mayoría de las madres no disparaba a los novios de sus hijas en la entrada de su casa. Él sí, con su mujer.
Su hijo sufriendo distante esas noches en las que el vodka no hacía lo que llevaba tantos años haciendo, mirando a través del humo del cigarro, gritando a su padre que se diera prisa cuando pagaban por abrazarse a su mismísima madre al pie de la barra que regentaba, en donde muchas personas tenían canciones favoritas y Susan las tocaba a veces, pero no siempre.
La vieja Europa, la nueva América. Daba igual. Una madre era una madre, habiendo deudas que pagar.
Sin código de conducta no se iba a ninguna parte. La aterradora vida salvaje y aquellas pequeñas cosas de lo que alejarse se sucedían una y otra vez.
El camarero, la dependienta, el taxista, la del banco, el del taller, etc. Todos miraban a esa mujer, de más. Y de menos. Creían que era de esas que vendían su cuerpo y que te despedían con frases del tipo “has tardado más de lo que imaginaba”.
Últimamente lo pasaban bien juntos. Pero detrás de ellos alguien tocó el claxon con irritación. Era de suponer que uno viviría sin el otro durante cierto tiempo.
Extraño, tener entradas para ir a una iglesia.
Hubo un tiempo en el que no hubo nada más importante que su risa.
En la gloria de su desnudez la recordaba. Con y sin aire vengativo.
Ahora bien, no guardaba sus secretos tan bien como creía.
Ya se oían las sirenas. Y la agonía le obligaba a definir lo indefinible:
En España los muertos molestaban. Otra cosa es que le creyeran.
A su modo miraba a la gente a la cara y se los imaginaba de mayor. Sumaba libros, si bien, no los leía hasta que terminaba el caso. Una mujer que nunca aceptaba nada de nadie gratis. La criatura más fuerte cuando tenía las cosas claras.
Pero un caso pudo con ella. Una maldita fecha para quien siempre supo ser humilde y hacer de cada día algo bueno. ¡Ni en cien años de perdón llegaría a ser la misma!
Desde entonces se pasaba el día leyendo, encerrada. Unas veces en la terraza y otras en la cocina, el dormitorio o el sofá. El sonido de las campanas sofocaba las voces que llegaban desde la arboleda… seguía reconociendo su voz con tono apremiante, notando una punzada en el pecho, invadiéndole las náuseas el estómago. Tensionada.
A pesar de ello, se decía en los mentideros que era la única del barrio que tenía porvenir. Un milagro del cielo habida cuenta de que su madre había tenido varios embarazos fallidos otrora época, no tanto por la afección en el hígado.
De noche, eso sí, perfumaba la cama. Ir a un sitio lleno de putas, traficantes y gente colocada tenía su magia. A veces una persona no quería sanar algo que dolía, porque quizás, ese era el único lazo que quedaba con esa persona.
Los duelos eran así, no terminando nunca de decirse adiós. En un pueblo de esos, de piedras contra balas, no tan lejos de la ciudad. De mujeres contra hombres. Siendo ella sus síes y sus noes. La que miró a la cara a su marido, muerto, identificándolo y debiendo apartarse salvajemente de él; ella y todos los silencios que hubo de entender y las cosas que hubo de guardarse.
En su andar por la vida, su marido, de oficio escritor, dejó huellas bonitas.
Se intentaba hacer una composición de lugar. Era abogada. También conmovedora y compasiva. Heredera de un banquero de la ciudad de Hamburgo al borde de la quiebra. Bien formada.
Oía el ruido metálico de las bicicletas detrás de ella, seguida de un golpe sordo y ese golpeo que siempre daba miedo. O eran solamente dos coches que pasaban.
Por un designio de la vida, la ordinaria chacha la tenía calada. De joven, ella solo quiso estudiar medicina, y ni con esas. Así y todo, mantuvo sus sentimientos bajo control.
No obstante, era salir de la ducha y su cuerpo la reconcomía. La pelirroja siempre fue mucho más que un frutero o alguien a quien llevar en el Volvo familiar.
Escatimando como siempre elogios, la hija de la señora de la limpieza la esperaba y reclamaba. Una vez seca se irían a su habitación, sin gota de maquillaje ni nada visible sobre su piel para que la de expresión ceñuda, en magas de camisa y tirantes, que no cofia, albergase verdaderas esperanzas de enmendar los hábitos de su jefe: el padre de ella. Muy dado a sus silencios eternos, con recelo y desazón. Un hombre bien educado.
Padre e hija, banquero y abogada, de esos peores que las ratas portuarias, de ida y vuelta. La chacha, otra pobre diabla, si bien, criada en el Imperio Británico. Y su hija, capaz de estrangular a su propia madre, la que llevó a la quiebra a toda esa familia, y eso que no sabía que en verdad no nació de un matrimonio anterior.