Alguien los espiaba desde la sombra, en el pasadizo inmediato. Eran y no eran zapatos. Tenían una fuerza interior pasmosa para resistirse sin humillarse. Muchas personas pasaban una y otra vez. La mayoría en pocos días.
Lo que pudiera haber de falso y contradictorio en todos esos calzados, después de llorar mucho la muerte de sus poseedores, daba para sus entendimientos. Algo se estaba fraguando.
Solo los mozalbetes que se acercaban a los mismos con rostros de cierta insolencia eran quiénes eran, el resto, los de la alabanza espontánea o el turismo desinteresado contenían cuchicheos secretos y estrépito. Los había con las canas teñidas de negro y el tinte empolvado de blanco, y las que lucían asomos de encantos que fueron. Mayormente, gentes de edad media avanzada que podían comulgar sin miedo, sí, comulgar, y a la vez cagarse en su puta madre, la de Dios y en quien se les pusiera por delante, calladamente. Incluso había quiénes acudían acompañados de sus criados, detrás de vellones de plata, a extinguir su luz en aquel mar de zapatos anclados. Zapatos, a merced de impulsos que ya no tenían ni conciencia.
Llegaban hasta el desfiladero, una estrecha garganta por donde solo cabían la angosta carretera y el río, que se cruzaban en mitad de una hoz pasando el camino, perpendicular al río, por un puente de piedra blanca. Un camino real de verde oscuro, rizado por las ondas que le mandaba el mar ya vecino, rodeado de juncos y arena, también de los terrenos por donde la hierba, en apariencia más alta y clareada, subía hacia las nubes.
Por eso valían poco las amonestaciones. Iban a tener su guerra. Las pausas elocuentes, cargadas de efectos patéticos, a que obligaba la fuerza de la emoción al pasar junto a los mismos, se contestaba más adentro de los suspiros y los sollozos indispensables de quienes iban a echarse la foto y punto. Había hasta calzados iniciáticos, impregnados de una mayor ternura y humanidad, que representaban toda una oda a las palabras y actos.
No se trataba de una exposición iconoclasta al uso, ni de un mal homenaje. Lo que empezó por un gesto distraído, fue creciendo más y más. Ya eran miles, que daban la vuelta a la manzana. Zapatos a los que se les podía ver de frente y no tenerlos delante, vacíos, llenos, algunos de facciones elegantes, otros, de clérigo, más los de boda a prueba. Un riel transatlántico. Todos, con una humildad pudorosa que aludían al rubor ligero de la venganza sin tapujos.
De una casa de la misma calle salían las notas de un violín por un balcón abierto. Dulces, lánguidas y perezosas tocadas por manos expertas. Oírlas con deleite ya era un placer sensual, descifrarlas, lo más peligroso… Anunciaban fecha con una lástima tiernísima, fecundas solo en sobresaltos y remordimientos.
Les costó mucho trazar esa venganza. Organizarse no eran tan fácil como lo veían algunos desde sus escondites, a salvo, soplándose los dedos meditabundos. Había que seguir viviendo, y edificando los días. Muchas veces hasta sonriendo e inclinando la cabeza rindiendo una virtud. Además, los días excepcionales (en los que no se podía transitar) todo era mucho más complicado.
De lo que no hablaba la multitud era del asunto de las faldas, eso sería para otra guerra. La que tocaba, la inminente, era la de contrarrestar la lascivia montaraz, desconocida, fuerte e invencible de tantísimos pares sueltos. Zapatos de cuyos dueños perecieron cuando al ir ha hacer la compra el señorito se quedaba y se comía la otra mitad. Y así todas las mañanas. Unas tras otras, de maledicencia y recelos ridículos, de etiquetas frías e irracionales.
Era el dos mil cincuenta, y todavía no se había perdido todo, muy a pesar de aquella legitimidad de costumbre bárbara que habíamos heredado de la Edad Media, en la que el juez, si no había todo lo que debía haber, ventilaba la cuestión a palos.
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