Y llovieron pájaros en una soledad parcialmente compartida, hermosa y triste. El día de lluvia en Nueva York fue así, delator. Otra trinchera infinita privilegiada. Otra vez que le tocó hacer de girasol ciego a la hija del ladrón. Más la lluvia, fina, le hizo sentir una mercenaria despedida. Una negrera negra bien blanca repleta de abusos sin poder decir ni hacer.
Pocas veces, tan claro y con tanta intensidad sufrió lo que amaba, quedándose sin nada, ni el afán de posteridad.
Suerte que lo tenía todo para esa noche, permaneciendo sentada en un escalón durante toda la búsqueda, apartándose obligada de los: dicen que han dicho que dicen.
La policía hizo prácticamente lo mismo. Se pusieron en contacto con el maquinista y detuvieron el tren.
Ahora se hallaba más cerca de la ciudad que de su casa. Sin embargo, nada de eso le importaba al señor Berger. Ni siquiera la lluvia.
El orden era para gente aburrida; arrollar a alguien a semejante velocidad arrastrando sus cuerpos destrozados hasta otra parte de las vías, pavimentando el andén y encenderse un cigarrillo por la pura evolución de las cosas fue el frío inicio. El señor Berger, en su coche patrulla, la condujo directamente a su domicilio. Por descontado que sí, ningún otro pudo hacer eso. Si de algún modo su hija hubiera atropellado a una mujer sin saberlo, todavía.
Los vecinos congregados en la zona empezaron a irse sin poder reprimir una última mirada curiosa al señor Berger. No les costaría encontrar los restos de su mujer.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
En Villaciruela estaba prohibido leer, escribir. Las señoras habían de serlo siempre, admirables en cualquier circunstancia. Afortunadamente siempre existía otro…
Por muy diferentes o parecidas que sean, y cosas hirientes que se digan, las religiones unen a las personas. No…