Él no era un hombre a quien una miraría dos veces.
Encajar sus manos les costó. Angustia, supervivencia. La piedad, la estética de lo difícil. Cuando se abrazaron, la nariz de ella le permitió sentir el helor y el candor que portaba. Una trinchera infinita. Ese optó por hablar y no darse al desconcierto de frecuentar sus rostros sistemáticamente, como un gusano cobarde, rejuvenecidos, sí. No le dijo nada del pelo; pero se fijó. El día de antes, u otro, ella le contó que pretendía recortarse la melena.
Oír a la gente gritar, caminar y saludarse; gemelos, menores, deportistas y las/os de media vida colgados/as al teléfono, pareciera que habitaran un país distinto. Él, con la mejor de las sonrisas e incredulidades, se topó de nuevo con el suficiente horror como para llenar un estadio de fútbol al verse solo frente al espejo sin imagen; ella, toda ella, algo inclasificable, siguió en su segunda vida, hasta con los beneficios medioambientales articulando sus intenciones, viviendo.
Incluso en los momentos extremadamente tristes, ese todavía recordaba que sabía hacerla sonreír. Lo expresaban, y bien, sus mejillas, en nada obsesivas, encabronadas o vengativas. Otra alegoría del miedo, que se le metía dentro y no le dejaba ser. Un poco el motor de todos esos días, complicados.
Perverso, ni le pidió deslizar sus dedos por las teclas. Otro bien raíz: un piano. Negro. Que estuvo a su lado una de esas veces, callado en su serendipia. Un instrumento que hasta pudo haberles notado que les ardía la cara. De hecho, con el salón casi vacío, la normalidad fue perturbadora, siéndoles muy difícil imaginar que no sintieran nada. Su supervivencia cotidiana debió pellizcarles, por esa pequeña alegría del volver a verse.
También humo de tabaco notó. Dos días antes, cuando ella lo visitó con el primer botón del cuello desabrochado, creando oportunidades. Un cuello tan lento como que no lo besó. Ella sí, o casi. Un pedacito de él, guiñándosele los ojos de una vez. Hubiera querido más de esa pianista y su consorcio. Pero aquello fue un magro consuelo. Grandes alegrías y pequeñas alegrías.
Y lo que le corroe es el hondo bochorno, o el sigilo de la cama; por eso abrió mucho los ojos, además del picor, que le hacía reír y llorar sin cauce alguno; o la tos y el chasquido de ese a quién sufrir y a quién amar en un mundo dado.
Más en el nuevo día, trepidante o no, tendrá que inclinarse y poco a poco ponerle medida a esa huida de gigante asentando la rutina, dándole un beso a ella, que le estará sonriendo y mirando a su alrededor, consigo dentro. O bien, si de voz parda y aguda le surgiera, hablándole con el porte alto, ese intentaría olerla. Podría pasar lo contrario, que famélico, solo podría reírse para no asustarla. Una risita, de buen aspecto. Y hasta le alargaría la mano, como cuando le tocó la espalda alta, equilibrándola. Un bonito detalle, poco más, por no hacerla responsable en ningún sentido, tan seguro de su amabilidad.
Ni yendo al médico podría sentir de mejor modo los blandos brazos de ella rodeándole, palpitando en esa dulce medianía de un abrir y cerrar de ojos. Para tal alergía del no olerla no le valdría con tomarse el pulso o jalear la desesperanza y darse al llenarlo todo encogiéndose de hombros.
Más solo habrían de enamorarse de quien estaba enamorado de sí mismos, y habría de querer cada cual solo a quien le quisiera. El último y primer drama social. Personajes y situaciones reconocibles, a veces malas. Cuando ella había querido que la mirara, en ese momento él no lo hizo, respirando hondo, sin ni inclinarse hacia delante. O cuando ella pretendió que le cogiera las yemas de los dedos, toqueteándose nerviosamente, como grandes vigas oscuras en su naturalidad. Hacía dos años que ese vio algo parecido, y aún podría echarse a llorar de su vulnerable inconsciencia.
Probablemente se le había olvidado la belleza de las cosas.
Ni el castañear de los dientes o el apoyar la cabeza cerrando los ojos tendrían la última palabra. La insoportable sensación de soledad tratando por sí sola, obviando los hoyuelos de las mejillas y las diminutas huellas de esos cambios de tono tomarían direcciones opuestas asintiendo con aires distraídos. En vez de la sugestionada nota en la botella al mar, ellos eran un barco en una botella, poniendo cara de buenos, y de equivocados en la guerra de los mundos. Ni les valía tener la madre más guapa de todas, o en los bolsillos caramelos.
Añorarse, no era otra cosa que una diversión, ahogarse, y terminar diciendo: la mayoría de los marineros no saben nadar. La parte que les volvía locos. Sí hasta ese empezó a llamarla por teléfono, tanto como ella toquetearse las uñas a la misma hora dándose prisa y empujando las sillas o cosas que le estorbaban, aunque no se hubieran movido, como recién llegada habiéndose perdido la explicación del principio y suponiendo haberlo fastidiado.
Una pastilla para parar un tren precisarían, y que amaneciera y se les fueran todos, navegando en un mundo que creasen ellos, como de tres meses a la mar; también, con todos los trenes quedándose parados en mitad de las vías. Incluso con unas enormes muñecas, el pelo negro y cortado recto ese la querría, candorosa como un infeliz como él minuto por minuto.
Acababan de advertir la extrañeza de aquello. Solo habían pasado dos lustros y medio, y ni tocado súbitamente siquiera. Espantoso y loca de atar, en ese otoño y los siguientes se les resentiría todo, pestañeando con las gafas de sol.
Alguien diría que habían crecido bastante. Fue entonces cuando se hizo religioso, llevando a la niña en la cadera, no solo en ese gesto de la mano. A decir verdad, cual animal se puso a olfatear el suelo. Esa sombra del foco siempre valió una fortuna… Pero el día pasó bien, y luego pasó otro. La ansiedad, su enfado; dos años, el tragar saliva y los gemidos de nostalgia, la atención de una ternura casi imposible, y lo insoportable del no poder escapar, tanto como la vida de esa botella, aquella, tamborileando en la lavadora, invadida por oleadas de gratitud y de arrepentimiento, piano a piano, de algún modo.
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