No era un mes más. Era un mes moribundo, de esos que llegaban sin que nadie los esperase. Y no fallaba, todos los años se sucedía. En realidad, noviembre no dejaba de ser quien era. Ni era malvado ni desagradecido, solo que reunía semanas en las que la fantasía y la solidez se aplanaban dejándose vencer por una espiritualidad vaga y poco soñadora, como del tercer mundo.
Y eso que había cólera y vergüenza en todos esos días, si bien, hacia las tardes tocaba un punzante remordimiento, con vanidad y hasta con ruido, que podían a la mentira y a la honradez. Una expresión muda lo invadía todo, de dolor espantado, de dolor sufrido.
Un mes para coser botones y hacer embozos cuales lícitos placeres. Un mes de burda naturaleza. De aprensión, de miedo, de repentes y de belleza. Sí, belleza también, que los columpios ya empezaban a sufrir los furores de la intemperie, y hasta esa lluvia pertinaz y machacona, de frío o resignación que había que digerir con un perfume de piedad, sobre todo en esos bancos que no eran de caucho, o de plásticos, y sí de madera barnizada, resquebrajándose cuando se les movía, empujando a todos esos teatros de día y de noche, niños y niñas, que vencían por sí solos a todos los meses y leyes de simetrías con arrullos capaces de crecerse ante las parsimonias de los sonidos del viento y las vetustas compañías de los mayores.
De no ser por la frialdad del mundo necio, ese mes de noviembre se llamaría diciembre. Octubre no, no le pegaba; diciembre sí. Podía ser el hermano mayor de diciembre, y hasta tener que andar en sus días de puntillas ¡o mejor!, procurar volar. Así no sonaría a ese mes de los que meter en el fondo de un baúl, donde la ropa de más abrigo cuando ya no tocaba, por ejemplo. Noviembre como tal no tenía verde, por no tener, no tenía ni ira, semanas donde amanecer juntos el día y la noche. Para el cura de una parroquia podría estar bien, y ni eso.
Nadie osaría a murmurar por los balcones en tal mes, apiñados, codeándose, pisándose, estrujándose. Noviembre no tenía afán. Pero todos los chiquillos de la escuela se sabían que de cuando en cuando tocaba. Y ese año podía ser. El cielo se estaba poniendo como de nácar, y la fuerza de la abnegación sublime había conculcado a todas las nubes y a todas las estrellas, espejos y devotos. Lo mismo iba a ser verdad que las flores lucirían azules, menos ruines, asomándose a ese falso rumor de la expectación en general. Por lo menos la profesora había hecho su parte. En ese lugar, niños y mayores, perros y gatos, todos estaban como sombras lucientes.
Cualquier otro mes no dejaría de ser una mirada idiota a las piedras de la calle, no así en noviembre.
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