La curiosidad en exceso le hizo perder la cautela. Más aún cuando estaba acostumbrada a observar escenas y a escuchar en casa ajena, sabedora del azar, de la involuntariedad y de la conciencia.
Estaba desarrollando de manera adictiva ese hábito, y cogiéndole gusto, quien las definía con una sola palabra. Si podía las escogía blancas, guapas y limpias. De una belleza de su edad, a la que tenía que atender. Había desarrollado un especial sentido del tacto en ese baile de marionetas, y la irrefrenable necesidad de aparentar.
Ahora bien, a veces el cazador era más interesante que la presa, y se la devolvieron… quizás por aquel antiguo querer de tantos años, y la naturaleza como lienzo, amén de los pensamientos de juventud, también esos, cuando una era todavía demasiado nueva como para dar crédito a los acontecimientos que vivía y a sus propios actos.
Y como consecuencia de aquello, algo voraz y desasosegante, y la última vez que rio su hermana Virtudes. La monja vestía hábito azul y llevaba una de esas tocas o cofias volanderas o aladas. La otra, dejó dos criaturas de pocos años. Y su madre, esposo con incipiente Alzheimer (otro que tenía que inventarse la vida, porque acababa siendo verdad). Todas, hasta que la vida las volviese a encontrar: porque la vida de los muertos consistía en la memoria de los vivos.
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