La primera vez le costó lo suyo, ahora bien, con los años se iba haciendo a esa distancia tan miserable. No obstante, osaba a mirar por la ventana, alejándose de esas repetidas sombras grises de tantísimas metrópolis y ninguna con la melodía de las campañillas de sus brujos renos como único sonido.
Su corazón llagado le había hecho agenciarse un habitáculo para no sufrir la intemperie en ese vacío en llamas del tener que estar en todos los sitios a tiempo y en ninguno, incluso donde los sentimientos crueles ni le esperaban.
No perdía tiempo alguno, acabado un año volvía a su habitación vacía para empezar a llenarla. Para su vuelta recorría cinco caminos, y así nadie sabría de su paradero. De ese modo se ahorraba pisotones, que había muchos abusones. Y no quería resultar grosero e insultante, como repartidor que era.
De pequeño aprendió que había tantas formas de agradecer como ninguna, y halló su oficio. A eso se aferraba, al un dolor que no se olvidaba nunca. Un niño con un regalo inesperado venía a ser como pisar la nieve virgen por primera vez. Él sabía de esas oraciones durante el invierno, y de las frases derramadas sobre los tejados, a los árboles y en las calles; o de los silencios y sus resquicios.
Algo tan complejo como sencillo hacía posible que miles de personas pasasen un rato mejor, para luego regresar a la realidad de la realidad y dejar a un lado los sentidos más inéditos.
Cada vez que se veía frente a una puerta, chimenea, patio o garaje le brotaba una sencillez que le engrandecía, y se podía imaginar el mejor futuro. La irrelevancia era el sentimiento de los que no importaban en todo ese caleidoscopio de acontecimientos y ritmos frenéticos.
Por suerte, lo primero tras el trabajo bien hecho era parar en la mansión de los chocolates, y eso que ya se había tomado los suyos. Allí, todas las cosas que hacía, decía y pensaba estaban controladas. Nadie lo podía descubrir. Aparentemente no había nada sobrenatural o misterioso. Es más, lo veían de mil formas, por aquello de las constricciones de la decisión humana y los libres albedríos. Jamás opinaba de ello, fuera o fueran bruja, leñador o rey mago.
Sin embargo, había procesos conscientes mucho más amplios: se estaba cansando de ser uno, tres y ninguno. O de llevar y no llevar séquito, pajes, camellos, renos o lo que fuera. El capitalismo era una máquina perfecta de estetización. En absoluto quería darse al fracaso de lo bello, descubriéndose, pero se estaba pensando muy mucho los espacios en blanco del gusto común. Lo de los juguetes sexuales le sorprendieron lo suyo el primer año; y que le siguieran escondiendo los balones después de tantísimos años no le hacía ni pizca de gracia; tener que escribir cartas de amor de puño y letra, bueno que bueno; incluso lo de aguantar a los directores de orquesta con mal carácter, podía entenderlo; pero lo de meterle el sonido del mar a las caracolas, nada de nada, ¡ni una más! Le dejaban con la sensación de no haber comido nada, como si tuviera adicción a los laxantes.
También le jodía bastante que la gente le preguntase por su edad, como si fuera una necesidad. Cuando se era joven, se era joven para toda la vida. ¿Acaso le hacían eso al Mago de Oz?, ¿o lo ataviaban de mil modos -y eso que era de hojalata-, muchos inoportunos, insistiéndole tal que estuvieran en una absurda fiesta de disfraces? ¡Anda que lo de los camellos!… Al menos un león, ¡coño! ¡O unos putos enanos acosadores! Un lujo que no se podía permitir, claro. ¿O cuando le pedían estar en la otra parte del mundo como si fuera tan fácil? ¡No te jode!, la armonía oculta es mejor que la obvia… cuando te lo dan hecho cabrón… como si fuera pintado lo que escribía. El Mago de Oz era el puto amo, y eso le jodía.
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