En su rincón de caballero, habiendo pensado demasiado y sentido muy poco, siendo ya un rey sin corona, medio paso demasiado tarde o demasiado pronto, necesitado por todas partes, quizás para salir de su infierno, exigirse, o, quizás porque ya tomó todas las decisiones, a quien pudiera, observó con el aliento del cielo en la balada del café triste, cuan niño arrugando la nariz:
Te querría querer, y quiero, pero no quiero quererte sino querer queriéndote;
queriéndote más que el espíritu, que el sufrir y la fortuna del querer;
querer del que tú tienes, que extraño y detengo queriéndote;
queriéndote del todo, y todo, a un todo querer;
querer sin medida, de ese querer quiero;
quiero eso, sin más, ni menos querer;
querer de querer, sí, de querría;
querría, que no quiero;
quiero porque no.
No, que sí.
Sí.
Y cuando recobró la memoria, porque siempre se está de espaldas pero la victoria está ahí, a un paso, ese que bien parecía un menor no acompañado, rebuscó en su duelo final de guante blanco un poco más:
Eres, la rosa del viento,
eso que te cuesta dejar de querer,
porque empecé a quererte sin querer:
la emperatriz del mañana, mi pájaro con vértigo.
Brindo por ti; ni siquiera podía sospechar que cambiaría,
así que, nada fue como si nada: una mujer sin pasado, mía.
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