Habiendo tenido fijado el día de la boda, su boda, la aplazó sine die. Lavinia estaba en guerra, ella y otras muchas personas. Seis meses llevaban ya, y lo que quedaba. Luchaba por la posesión de su propia existencia. Luchaba por Ucrania como podía luchar por Rusia, su tierra madre, Polonia u otra.
Quien iba a ser su marido había fallecido en el frente días antes, regañado hasta la saciedad, vilipendiado y admirado a la par por no ser militar de carrera y aun así haber formado en la milicia. Lejos, cada día se escribieron. Por una de esas aplicaciones, nada de papel y tinta, que las guerras modernas se atenían a otras razones y enseres, por pobres que fueran y llenas de santos y vírgenes que estuvieran.
La única voz que habían oído y respirado hasta la fecha eran las suyas, de padre y madre, salvo para estudiar y hacer las tareas. Un padre que parecía que ignoraba, poco elocuente, de los que apenas llevaban el salario y en lo demás callaban salvo lo justo y necesario, juzgando solo al mundo culpable e insolente, incapaz de devolver felicidad alguna ni persiguiendo una quimera; habiendo preferido hijos varones y fuertes. Un tipo desherrado y cojo. Cumplidor, pasando el tiempo encerrado en una habitación, simulando estar enfermo cada vez que las veía crecer, perdiéndolas sin mayor remedio y oyendo por la radio los rangos y esos desprecios de los unos contra los otros… muy modernos todos pero muy antiguos… Uno que cayó de un primer piso al abrigo del sucumbir, olvidándose de todos los males, falleciendo en sus imposibles.
Todos eran víctima de los caprichosos dignatarios, vivos o muertos, convencidos de no poder amar en medio de tanta guerra y aires difíciles. Lavinia incluida, que pasó otro domingo sin baile, mortalmente sola por viva, destruyendo… Peor aún al despertarse de ese inclasificable sueño y saber que la guerra continuaba y que quien nunca le había querido le iba a pedir la mano, amiguísimo de su hermana, y muy querido por su madre, la criticona, que no podía dejar de hacer de madre buscándoles un destino. Un novio que jamás convenció a su padre, que sí, se había suicidado días antes. Un padre pobre, que no feo. Un padre que siempre quiso lo mejor para sus princesas. Sus rayos de sol. Y lo que no podía ser, amén de las guerras. Se tiró como una diva del cine; él y su monólogo interior, queriéndose llevar todo lo malo, humanizando sus sentimientos.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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