Con ocho años ya tuvo conciencia de su identidad sexual. La primavera se le abrió paso y estalló la vida. Con otros cuarenta años, antes de entrar, se componía el nudo de la corbata y tragaba saliva.
Ese hombretón con cuello de toro y ojos de hurón, antes tripudo y patizambo, las contaba. Maldecía en voz alta si alguna faltaba. No quería que se pasasen la mañana vagueando en casa. Había libros de todos los autores, hasta los de corromper a la juventud.
Lleno de remordimientos les hablaba unos minutos, estando alineadas que no desabridas. Contra la melancolía, contra la obesidad y contra la soledad no tenía otro antídoto que ese trabajo suyo de cada mañana, revisándolas. Y sí, cualquier día se pisaría los cordones y se escalabraría; tenían razón ellas.
A fin de que pudiera colocarlas las administraba, añadiéndoles un juego de fotografías a cada una. Solo trabajaba con mujeres, no quería niños o chicos que acabasen siendo hombres. Y a poco que había interés les redondeaba la cara con algo más de comida y les curtía la cara con sol, asomándolas quisieran o no.
Tal y como sucedía todo parecería trágico, ahora bien, con dos años más la curva de crecimiento de todas ellas mejoraría y serían el orgullo de sus nuevos padres y de la pediatra. El precio jamás era negociable, no vendía muebles.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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