Los muertos están vivos, pensaba alguien. Era Nochevieja, un mar de reojos. Corría el aire por los molinillos de las azoteas. En las calles aguardaba la gente, poca, si bien la suficiente y necesaria como para encubrir el ruido de esos camiones de residuos sólidos urbanos que retiraban la basura de los bien repletos contenedores. Era una recogida más temprana que en otros días, para todos.
De repente se oyeron unos disparos, luego unas ráfagas más directas, así como un estruendo brutal, demoledor. El edificio había saltado por los aires. Un sofá apareció en la mismísima calle, a pie de asfalto, repleto de polvo, escombros y un alarmismo que hacía que la gente corriese inusitadamente. Gritos y voces que unían y disociaban todo.
Por haber, hasta había novias. Tres de ellas en busca de sus esposados, y niños mayores vestiditos de bebés con zambomba y almirez, además de chupetes.
Un segundo estallido también se sucedió repentinamente. El helicóptero que sobrevolaba esas transferencias, colmó bien abajo. Los semáforos parecían serpentinas entre la brumosa niebla y los nubarrones de polvo, con esos destellos de sus leds, tan modernos y luminosos como molestos y señalados por inapropiados. Todo era un ámbar, un colapso. Algunos encorbatados seguían en su espectro, cantarines, como si todo fuese parte del espectáculo por ebrios que estaban. Ellas no. Los jirones de sus vestidos desdecían toda diversión. Había zapatos por doquier, vidrios, telas de servilletas, manteles, piezas de vehículos, el aparataje del helicóptero y una enormidad de elementos urbanísticos hechos añicos en pocos metros.
El local había saltado por los aires en pleno carnaval de invierno. Alguien o cientos morían, el resto sufrían combustiones, alarmas e intranquilidades.
-No sé lo que te traes entre manos, pero sea lo que sea déjalo ya- dijo Garbo a su hijo, remangado de más.
El aire pesaba de más.
James, un criminal de tres al cuarto, apenas pestañeó. -Yo me voy a mi casa- consideró.
-No te comprendo. Solo tenías que hacer entrega del paquete. ¿No confiaste? Si por poco voy a tu entierro- comentó ese padre, al que ni la muerte le iba a impedir hacer su trabajo, de mariachi.
-En Méjico salió bien- se entrometió el topo, limpiándose la solapa de trazas.
-Tú calla. El chico debe sacar su instinto- le reprobó el padre al otro narco.
-¡Pobrecitos!, pendiente de demolición- bromeó el niñito, muy seguro.
Un empleado miró al jefe, solicitando su nuevo orden, manteniendo el torrente sanguíneo en su sitio.
-Pasamos una mala época. Dejemos que se vaya. Sacadlo. Una lástima- digamos que apeló a los genes el intendente para que nadie apretase el gatillo.
-¿Sirve para algo?- puntualizó picajoso el hijo de papá mirando al matón, comprobando la cobertura de su móvil. Y dio las gracias a su suerte -Papá, algún día un nuevo rey llegará.
-Mándale una postal a esa furcia- le regañó el padre. -Fuera. ¡Sacadlo ya!- ordenó a sus secuaces, bien pagados.
-¡Mierda!- protestó el caprichoso niño, obedeciendo.
Un vehículo llegó a custodiarlo, y ella, esa de negro, la madrina, se adelantó cortándole el paso. -Un poco tarde ¿no crees?- para de inmediato desdecirse -Ni los chinos.
-Gracias- contestó educado el señor, no así el hijo, quien fue metido en el coche, de donde salía una ópera de lo más sugerente.
–Bonita vista– se permitió decir ella. -Excelente. Da para una copa- añadió poniéndose a la altura del mandamás en sí misma.
-Era un asesino. No me lo tomo como algo personal- le dijo a la dama, confiando en su silencio.
-Se me ocurren muertes peores- esgrimió ella, la madrina. -Si supieras de lo que soy capaz- observó al poderoso.
-Muy listo no es el niño. Necesita algo más que unos azotes- subrayó el padre, tendiéndole la mano a su decimoséptima esposa.
De entre tanta inmundicia, su elegancia fue la mejor de las esclusas. Dos lugartenientes fueron apartando los obstáculos a los que debieron enfrentarse hasta llegar a uno de esos que expiaba, atrapado por una viga.
–Ya no tengo que cortarte las piernas para que no salgas corriendo y poder abrirte la cabeza– expresó Garbo. -Por fin te has dignado a comparecer de mejor modo, apreciado colega- lo empalideció más si cabe.
-Sí, cobarde- murmuró como pudo el aturdido.
Uno de los suyos presentó sus credenciales. -¿Lo mato señor?
-No. Estamos de fiesta- comentó sin gracia ni emoción, por entre los muchos repentes, sollozos y sirenas que se iban sumando a ese destrozo.
Ella, de las pocas por no decir la única que conservaba los dos tacones, asintió.
–Se llama vida, deberías probarlo. ¿Sigues ahí escarabajo?- le pisó el cuello Garbo, diabólico en todos los sentidos
La súbita apertura de la mano agradó al señor, y a la madrina, quien con regocijo se aferró más a su marido pidiéndole -dame algo a mí cariño.
-En casa- le obvió los azotes de cariño en plena calle a esa dama juvenil.
Nueve ojos de ese, su servicio de seguridad, entendieron el favor, del todo.
-¡Gracias caballeros!- nos vamos. -Se levanta la sesión- pareció ordenar Garbo sin perderla de vista, a la par que pisoteó más si cabe a ese su enemigo como si apagase una colilla concienzudamente.
Ni gemidos pudo emitir el del suelo, esa mano no admitió más espasmos.
Un enorme camión de esos reculó lo más cerca que pudo en un santiamén, dando paso a un sobrevenido eco fragmentado:
-¿Sube señor?, ¿o sigue disfrutando de la velada?
-Va a resultar que la vigilancia total no es mala idea hija- ironizó. -Sí, los muertos están vivos querida esposa, ¿entiendes?
Nazaniel, la madrina, se defendió. -Puede incluso que merezca la pena cariño. Busco jueces entre vosotros y solo encuentro fiscales.
Representando la burguesía más pudiente, él le ayudó a subir:
–Perro no come carne de perro princesa.
-Sí, llegarán más campanadas. Tengamos la fiesta en paz querido Garbo- exigió un poquito más la damisela, sin moral alguna.
El alma oculta de esa ciudad hirviente cedió nuevamente al puro vicio, tiránico. Un gran baile de disfraces.
PEBELTOR
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