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Un cuerpo recorrido por las miradas

Sentía su cuerpo recorrido por las miradas. Aquel individuo tiránico y obsesivo capaz de encarnar la polémica y la adulación a partes iguales le había hecho sentirse así, como si tuviera un muñón por pierna y le picase día sí día también.

Y no era cierto, ella era guapísima, además de tener una figura muy estilizada. Pero se sentía así cada vez que llegaban los días señalados, en otros, siempre buscaba un equilibrio vivencial en donde le era más importante disfrutar las cosas que tenerlas.

Si bien, la tele ejercía de fondo de distracción para romper los silencios incómodos y despertar temas de conversación, aunque ni con esas. Su chico, en esos días le era alguien que miraba al mundo con más ironía que intensidad; en absoluto el fornido hombre de negocios que la llevó al altar, con quien disfrutaba de los placeres refugio, que si ordenando los armarios, trasplantando los geranios, o planeando viajes en esa Europa que poco a poco se les iba haciendo más tropical.

Además, le acusaba de roncar al que tenía el tabique nasal desviado y se negaba a operarse.

En cambio, la vida seguía normal afuera.

Todo empezó cuando a la cirujana le pudo más una escena de la infancia, ya sin ni poder negar la existencia de un espacio compartido con su hombre. Más allá del deber, estuvieron a punto de dejarlo; no obstante, el miedo a perder lo que nunca tuvieron les unía, tanto o más que los amores cobardes que ambos ya habían experimentado por separado.

No había psicólogos especializados en el “miedo a la Navidad”. Y beber no les servía de mucho, salvo para confesarse arrepentidos por algo menor. Él y ella. Que él, con trauma y sin trauma, debía de saber comportarse profundamente afectuoso por desganada que estuviera su querida. Una mujer compleja, vulnerable y en evolución constante.

Las primeras navidades no todo fueron verdades, después, en todas y cada una, la dichosa mirada. Como si el eco de su silencio le arrastrase al abismo de su dolor, jamás pudo superar cuando la llevaron a ver a Papá Noel, y días después a la cabalgata de los Reyes Magos, también obligada. Con el primero la sentaron en su regazo, llorando a mares y pataleando al tipo ese que no la soltó hasta que a su madre no le salió de la real gana, no parando de reírse y hacerle carantoñas absurdas, regañándola que también para que se comportase y estuviese quietecita; con los otros, un paje la tomó en brazos y la alzó para que le diese en mano (el mejor rey de todos) unos caramelos.

Desde entonces, llegadas esas fechas, no estaba en guerra pero tampoco en paz. Cerraba la clínica, no operaba. Se encerraba en casa. Su hombre le hacía todo, incluido asearla. Era incapaz de todo. El psiquiatra al que los dos frecuentaban había anotado del esposo: “Hubo noches en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba”. Porque harto e incapaz la abandonó una Navidad. Y la muy puta en febrero casi que le arranca las pelotas de cuajo. A él, a todo un hombre capaz de recusar a jueces y fiscales, a quien le tuvo que recordar muy vehemente, aún hecha un adefesio, según ella: “Un ser tira del otro, y sin saberlo los dos tiran de ese universo”.

Si bien, el reto estaba servido, porque en la vida, detrás de las cosas buenas siempre había una decisión valiente, e iban a tener un hijo. La perra Marsi no contaba, ni la gata Carolina, o el pez. El hijo o la hija les sería esa nebulosa que en verdad pondría nombre a las cosas. Entre tanto, hacer deporte también era una forma de quererse. Tiempos muertos de esos, y placeres refugio, en los que él pensaba en cómo amordazarla cuando el propósito de su miserable existencia apuntaba hacia un objetivo más alto, sintiéndose incapaz de quererla más y mejor, atrapado. Ella, al tiempo, como si le hubieran cortado una pierna, notando que le picaba.   

PEBELTOR

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Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: amores cobardesCabalgatacirujanaNavidadPapá Noelplaceres refugiopsiquiatraReyes MagosSanta Claus

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