Venía de ser un testigo mudo. Muerte, resurrección y muerte. Sin tabaco, que era de una generación sin humo. Parte de su trabajo consistía en transmitir tranquilidad y enseñar a gestionar las emociones; un dardo en toda regla y su mejor garante.
Certera, usurpaba las funciones cuando despachaba. Era la epifanía, y parte del colectivo más estigmatizado. Con la madurez creía haber aprendido a dedicar sus energías a lo que importaba y no a las banalidades.
Es más, se antepuso a todo oropel de fama, disfrutando de sus quehaceres cotidianos como cualquier otra persona.
Si bien, apenas el espejo medio que reflejaba una indisimulada admiración hacia los logros de esa mujer con una determinación tan loable como inquietante.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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