Puso lo que fue el pijama en su sitio, y su último camisón; dejó la cama muy bien hecha, con un juego de toallas a los pies de la misma como si su casa les fuera un exquisito hotel, y salió.
Más allá del mundo conocido no había luces leds en los faros de los coches. Adoraba y odiaba la expresión de esos rostros, imprudentemente cruzándoseles en las áreas de servicio. Paró en todas. Es lo único que siguió haciendo, delicada y espinosa, contravolanteando.
Hasta que llegó lejos, bien lejos. Harta de coche anduvo tanto que tomó la primera bicicleta que pudo, la cual apoyo en el puente, uno de tantos, fríamente templada, guiada por su sino. La música de la radio del habitáculo ya no le sonaba, nada le fue superior, salvo eso: estar junto al lugar donde por primera vez supieron reprimir sus emociones. El gorro, los guantes, y un teléfono móvil sin batería fueron su gélida máscara.
Esa eterna mujer siempre supo reconocer a los medianamente enamorados. Más el ruido de la nieve lo invisibilizó todo, o casi.
“Te cuidaré más que a mis ojos”, recordó haberle oído decir a su padre, hermano y esposo, más a aquel querido que le pareció tan juicioso. Ese joven maduro que desapareció sin más. De todos se pudo despedir, menos de ese brujo al que le prometió todo el cariño que ella tuviera y supiera dar. El que la besó un día y le derritió el hielo sólido en el que se le había convertido la vida. Su cuello no estaba desvergonzado, tampoco pretencioso ni lujurioso. Venía de muchos kilómetros, millas, sola, con las manos ajadas al volante y la vista en el teléfono más que en la perpetua carretera o las estaciones esas, donde fue preguntando raída.
Cosa distinta es que volviera a sentir el poder del sol en la palma de su mano, inusitada y extrañamente. Pero sí, “te cuidaré más que a mis ojos”.
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