“He aprendido a decir tu nombre mientras dormías”, pensaba ella dejándose hacer en esos pocos ratitos de cordura que le quedaban por vivir, no pronunciándolo por vergüenza y respeto en todo ese cielo de recuerdos.
Esa cosa extraña del dolor hacía que su marido la peinase. Los dientes rotos no se los podía arreglar.
Cada vez que ella cerraba los ojos, el cielo tintado de penumbras hacia de las suyas. Unas veces sabía dónde estaba y otras tantas no. Efectivamente, los pobres no eran pobres porque querían.
Hacía tiempo ya que su fiel perro les dejó a los dos solos. Ese del gesto de la pata colocándola sobre su dueña, también ofreciéndole una mejor vida. Ese adiós quien peor lo llevaba era el esposo, pues el can reforzaba su comportamiento de cuidador; sin él, a veces se mostraba inseguro, solo con la vida de su silencio.
En ciertas noches, ella lo despertaba con el llanto de una madre como si nadie se hubiera presentado a celebrar el cumpleaños de su hijo. A sus edades y memoria compartida, en cada quincena había varias onomásticas. Afortunadamente, ya había superado la necesidad de comer azúcar.
La libertad, para esas pérdidas de memoria, no se podía comprar con dinero: el descanso sí; el mayor esclavista de la historia, como el amor y sus cuentos completos. Pero él lo vivía adrede, como en una tregua, estando otros tantos con la primavera rota en una esquina, sin cariños algunos y los retratos certeros de los anhelos del ser humano. Tantas cosas se decían sin decir, que no solo les unía el amor sino también el espanto. El hombre en el olvido, y ella, siempre quisieron a alguien que se quedara aún después de lo desagradable que podía llegar a ser la vida; y el bueno del perro que adoptaron, Verne III, que también se llevó sus vejaciones, escupitajos y gritos.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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