De pequeña quiso tener un restaurante, pero acabó trabajando en una zapatería. Y no era suya. Como cocinera también hubiera sido muy discreta, quería valer lo que valía, más aún en esos negocios de larga tradición que habían vivido el relevo generacional y estaban siempre de cara al escaparate, bajo los envoltorios.
En un lugar donde necesitaba el reclamo escuchaba de todo, como esas frases tan descomunales del “las mujeres solo son propiedad de los caballeros”, siempre, con el sigilo de un gato que rondaba a un pajarillo dormido.
Ni la sonrisa la delataba, lo más, que de cuando en cuando abría la ventana de la trastienda y respiraba, imaginándose el espacio exterior. Incluso, lo olía a barbacoa en el estío, la pequeñita astronauta. Claro que, eso era cosa de uno de los jubilados, el que extrañaba y le sonreía plácidamente.
Ese le regalaba los oídos llamándola Zapatitos. Y lo decía por todo el arco mediterráneo, porque unos días, pocos, se lo llevaba su familia. -De veraneo- decía él, insatisfecho -dos días-. También la noche de Navidad. No más.
-¿Pero quién te crees que eres?- lo oyó ella quejarse, no sin dificultad.
Más hubo de regirse el abuelillo por ese plazo que le imponía su hija, quien deseaba seguir en ese su piso, con quien había vivido por excelencia. No obstante, el día a día les superaba a todos.
Hacia la noche ya era otra cosa. Era su momento. No se sentaban a la mesa. De alguna forma ese le convidaba a moverse.
-Deja ya de preocuparte por el peso- le dijo el anciano una vez -confía, la tienes- subrayó contundente.
Como en una soleada mañana de marzo desdeñosa, la parca soledad les unía. Eran amigos, el de la gorra y ella, quien le ponía música a su vida.
Todo empezó, porque un día el guardia civil no pudo dominarlo todo, y ella, patrullando por esa ventana no dudó en saltar encarecidamente y ayudarle. Se había tropezado con su mismo bastón. Ese hombre, que de joven se subió a muchos tejados mirilla en mano, no cesó en su empeño hasta que la jovencita aceptó verle luego, al cierre del negocio. Fue entonces cuando aprendieron a valorar lo realmente bueno, con la interrupción de esos dos minutos, cada tres días, en los que él debía atender a su hija por teléfono, distante más de mil kilómetros. La cual, sentía una envidia brutal de la ´niñita tendera´, como la calificaba, quien iluminaba dos hogares en uno y ninguno.
Si bien, la miseria calculada de esos días le hacía ver que distaba poco para separarse, y se le ensombrecían las piernas a Zapatitos, pero giraba y giraba, como podía, liándose y jugando a la confusión. Lo que pasaba, es que no cesaba de rondarle ese colmo de la realidad invisible al que pasaba las noches durmiendo en la misma habitación en la que vivía de no ser por su invitada:
-No me quedaré tranquila mientras sigas viviendo tan lejos. Te traeré cerca. Hay una residencia estupenda. Tienen arneses y líneas de vida.
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