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9
Abr

¿Y si todo volviese a empezar?

Peter sabía que poniendo una caracola en la oreja oiría el sonido del mar, un silencio que guardaba en su interior a modo de murmullo fluctuante como las olas que siempre iban y venían. Un aire que vibraba, que no sonaba a perturbación, sí a un intervalo muy definido de frecuencias audibles: resonancias semicerradas, de aquellos recuerdos.

Y todo en esa cárcel sin barrotes, incluyendo el aire que le fluía, cual oclusión de las conchas marinas y caracolas ribeteadas de sal, arena y ocres que habría recogido y pisado de niño con mares en calma y océanos no tanto.

Olas, viento y caracolas no escuchó Peter esa noche. Ni su latir o el insuflar de sus pulmones. Esa noche todo le era una idea mitológica, una mentira popular y un cuento ancestral. Tenía su propia caja de resonancia, que no era precisamente la luna rosada de abril, tan grande y hermosa como le vendieron.  La forma irregular de las caracolas la halló por entre las sábanas y el nórdico. Relleno que meses atrás cambió buscando poder oírse la sangre a través de sus venas y las de esa mujer, señorita que tenía su propia naturaleza. Lo que sí vio fueron caras, como que en las nubes o en los autos, y en las calles. Conchas y caracolas de mar con diferentes tamaños y colores, pero caras. Así le fue la belleza natural y sus caprichosas formas y tonos: la ciencia cotidiana que lo rodeaba. Un padre que se fue, animales que transitaban aun cuando los había enterrado disfrutado y sufrido décadas antes, plantas que crecían sin par y hasta esa amiga que no lo era.

Con ella se quiso velar la luna, intentándolo. Las arrugas pasaron a molestarle, el relleno a incomodarle y la almohada a estorbarle. Y no estaba, ni se la esperaba. Peter sabía que estaba solo en lontananza de ese hálito de sueño tan suyo a pesar de que le fueron sucediendo las horas en la madrugada, hasta que llegó el amanecer. Con naranjas difuminados y grises persistentes. También gentes. Desde bien temprano la gente se había echado a la calle, ya no aguantaban más el confinamiento. El parquecito al que daba la ventana de su casa reunía a personas con y sin mascarillas, guantes o merenderas para afrontar todo ese día. Los unos eran trabajadores, otros transeúntes. Personas que se habían hartado de estar en casa y aprovechaban esas horas que no eran horas para andar y saludarse, a poco, pero haciéndolo. Los coches de policía no les advertían, aún era pronto para las patrullas, pues la imagen no era imagen, ellos también eran vecinos y dolor. Dolor del estar muy solo, del necesitar compañía y del verse sitiado sin ni haber hecho nada malo. Los abrazos de la radio no a todos les contentaba, o el sexo animal con el que algunos se construían espantapájaros dándole la bienvenida al día enlazando horas y horas.

Más Peter no pudo ni con esas perfeccionar la quietud. La vida no le había revelado mayor belleza que la salud. Por no tener no tenía ni enfermedad con la poder salir de su casa e ingresarse o andar a la farmacia a por pastillas o algún termómetro de esos tan codiciados. Para mayor honra, era esencial y no lo era. Trabajar trabajaba cada día de esos. Un sobrio condimento que le empezaba a sobrar, tan extraño como que solamente le servía para alimentarse, tal que le hubieran enseñado a amarlo y luego le pusieran a prueba día sí día también con tonterías. En fin, que vio el futuro con tanta claridad como si lo hubiera detenido.  

Fue entonces cuando ese pedazo de bestia tuvo motivos para estar contento. No amar le pareció casi un homicidio, y no tenía fuerzas para inferir golpe a nadie. Los gimnasios estaban cerrados y no se podía salir a correr y desfogarse. Poesía era solamente lo común, lo mortal: eso que no podía tener. Tal fue su deber en la desgracia que habiendo estado constantemente sometido a recuerdos en esa noche tan corta y larga que supo que el don del amor venía a ser lo mismo que cualquier otro don. Que podía ser tan grande como quisiera. Que si no se complicaba la vida de un modo tan descubierto no tendría nada que contar más allá y entonces sí que moriría de aburrimiento.

Alas no tenía para volar; y las nubes le quedaban altas. Los pajarillos ya habían cantado todo, estaban dentro de sí mismos, aseándose en su electricidad animal en pos del porvenir del resto del día. Luego su corazón estaba girado y gratuito, como el de todos los museos que no recibían a nadie y lo tenían todo. Aguacate, chía, kiwis, trigo, harina, levadura, lentejas, quinoa, manzanas y demás leería en la lista de la compra, la lista de los llamados superalimentos podía serle interminable y crecer por momentos. Todos los días podría llenar y vaciar la despensa en ese mundo occidentalizado, y no por ello tenía milagro o era más interesante. La economía de la salud también era esa, aparte de las bolsas de los ahorros, como que saber del tiempo que hacía en Papúa Nueva Guinea, como si le importase a él y al resto de la notable audiencia interestelar. Que eso era el planeta: un permanente escenario a punto de empezar a filmar, con los de la salud cardiovascular a punto de reventar y en otro lado los del sistema inmunitario, poco menos. Nadie hablaba en realidad de polifenoles u otros menesteres. Se aplaudía y se hacía ruido cuando se decía o parecía, que también los había quienes asomados al balcón daban ganas de mandarlos a lugares nunca conocidos.

Ahora bien, ¿qué tenía esa mujer con la que se sentía solo y más solo que solo? ¿Acaso era el lado femenino del mal?, ¿tuvo un pasado de guardiana nazi? No fue una noche de besos ni un despertar de película. Sí una mezcla de divino sexo y sucia religión, de miseria y cochambre, de pretender ser nómada y no tener mayor espacio infinito que la propia cama. Echó de menos hasta echarla de menos por tenerla en otra ciudad y no poder verla. Sin embargo, no parecía un personaje desesperado de esos capaz de coger los cuchillos de la cocina en plan catanas, descamisarse y llamar a la policía para que lo detuvieran y grabaran dándose a conocer en plena avenida, o de los de la tendencia pija de ponerse a pinchar éxitos de los 90 en plan influencers. Su estilo solo era descuidado porque le pilló a traspiés el cierre de las peluquerías, como a todos los españoles (algunas se habían hecho tachuelas en vez de jirones y desteñidos de tanto que estaban estudiando con sus hijos). Tampoco es que fuera de esos de anudarse el jersey al hombro o cruzárselo por el frente con pantalones de cuadros a media pierna asomando el doble cuello estirado. Su complemento es que no dejaba de pensar y ver a esa perla que no tenía, reinventarse y poder ser de nuevo un niño, aunque fuera de pequeño tamaño. En definitiva, tener luminosidad en la cara.

Se había sugerido, o las conchas y caracolas (que podían ser muy putas), olvidarse de esa perla, o en su defecto tratarla como a una abuela, interesándose por la salud y dejándole la tutela y cuidado a otros congéneres. Idea que no le fue muy perenne en la noche y esa parte del día, que ya era. Ese tipo no era de zapatos de puntera, cuando se ponía mocasines sabía lo que se ponía y para qué, no necesitaba fingir, capaz de llevar boina, rebeca, zapatos Oxford o cuello de bobo. Aun así, tenía muchas dudas, si no la quería dejar pasar y tampoco la tenía ¿cómo es que sufría y se iba descacharrando? ¿Tanto daño le estaba haciendo la comida de supervivencia que se practicaba? No pedía la favorita del harén de ese prostíbulo modernista en el que se había convertido toda ciudad capital de provincias. Menos aún a la que limpiaba las gárgolas de los castillos, con todo respeto a las mismas, que por viejas ya no le ponían. Se veía inmerso en regentar su propio burdel, donde solo había una. Alguien que fumaba, alguien que podía darse al tráfico de armas y alguien que solo podría buscar venganza por ese último año.

Un año que le había dejado en poco más de metro y medio y una edad mayor de la que tenía, cuando medía más y vivía menos, todo, por el corrosivo y aderezado malhumor de los días y los trabajos, así como esa acuciante necesidad que uno y otro obviaron, extremadamente crueles y gilipollas. La velocidad de un disparo no les hubiera venido mal, así, al menos, recordarían que hubo un entonces. Sí, con sangre de liebre, pero un entonces, por bohemios y despachados que estuvieran o hubieran estado. Casarse no pidió ninguno; juergas no habían tenido; los relojes siguieron dando todas las horas. ¿Entonces? ¿A qué se debía esa espiral de pasiones?, la avaricia de la fortuna y la moneda del sexo le resonaba a él mucho, pero es que nunca las había llegado a tener; sí, ansiaba todo eso, más por virgen y pobre que por otra cosa. Era en sí la melancolía de un hombre pájaro, de esos que se despertaban, salían, y ya iban con todo hecho para hacerlo, sin saber vivir ni disfrutar de más, porque no dejaban de ser pajarillos en su naturaleza humana. No obstante, los viejos seductores siempre mentían, y uno de esos del parquecito, de los que hablando pareciera que gritaba auspiciado por el incesante silencio de la urbe tuvo unas palabras ciertamente inolvidables:

-¿Y si todo volviera a empezar?

El desfile de esos malditos que le hacían grupo en toda esa distancia social dejó sus herencias colaterales. No fue algo baladí lo que dijo el anciano. Los tipos duros nunca leyeron poesía. Si bien, esa frase y pregunta la podría haber dicho un octogenario y una modelo de lencería. Brasileña para más inri.

-Muy bien, ¡maravilloso! -pensó uno, cagándose en su puta vida. Otra vez que le tocaría enterrar a su mujer.

Extraños encuentros de esos los hubo, que todos eran personas. Nadie era del engaño de la alta sociedad neoyorkina. Hasta uno que podía ser mendigo dudó. Ya todos los países eran pobres, no solo los mal llamados de Sudamérica, India y las Áfricas. Es que ni le dejarían salir del país con tantas mismas fronteras.

-¿Es un proyecto que tiene un propósito? -preguntó el celador del centro de salud, uno que llevaba décadas trabajando en ese sitio y que esos días surgió como tantos otros de la invisibilidad y era preguntado e invitado a los corros mañaneros con agrado- ¿y tiene otros proyectos en la manga? -añadió.

Como si tuviera dieciocho mil seguidores en las redes se lo pensó el anciano antes de responder, en su mayoría podría haber tenido mujeres de todas las edades.

-¿No tengas miedo a arriesgar?, ¿quién te dice que no puedes? -le picó su vecino del alma.

-Fue hace poco que percibí que ya no tengo 33, ni 43 ni 53 -no siguió por vergüenza, medio bromeando consigo mismo.

Era apenas el comienzo de una vida consagrada a la moda para algunas que acudían puntuales a las consultas y menesteres, con mascarillas de diseño, en ese camino de casa al trabajo y viceversa, que los turnos eran dobles y varios. Pero sobre todo a las que se veía, siempre, eran a ellas. Algunas confundidas no solo por los abriles de la primavera sino también por la puta manía del salir de casa sin apenas desayunar más que un vaso de agua caliente con limón. Una, hasta pudo haberse casado dos veces y tener sendos hijos de lo que se miró en el espejo retrovisor del interior del su coche y en el mismo exterior, habiendo aparcado con ese interés, al albor de los días, unas veces tan al milímetro que no había por dónde salir y otras en las que podrían caber cinco nietos y cinco nietas de cualquiera del espacio que necesitaban. Pero que decir tenía la mujercita, que la vida de jubilada no combinaba con ella, era de esas de la era Peter Pan, moviéndose con agilidad tras haber vuelto a hacer deporte o empezado al cumplir la medianía, aunque gracias a Dios en esos días no tenía que hacer gimnasia en mallas a las tantas de la tarde-noche como tantas otras, cuando iban todos los tíos al gimnasio, puesto que tenían clases online solo para ellas (también las tres día de pilates a la semana que tan bien les hacían a sus almas) con el mascarón de proa de sus entrenadores personales como sello catedralicio.

En el catálogo de todos esos sexagenarios como poco que la miraron, a ella y a otras tantas, además de esas memorias solemnes con las que comentar luego en la farmacia, otro ejercicio de inteligencia humana ir varias veces al día, el pequeño anciano que se preguntó si volvería un año atrás lo menos ya estaba con otras mofas, poniendo a parir al gobierno de turno por los resultados económicos o alucinando por la cantidad de perros y que ninguno cagara a esas horas, cosa que antaño sucedía sí o sí, y es que los canes no tenían ya ni pis para mear, prefiriendo ser saltamontes verdes que mascotas. Sus amigos dieron por descontado que ese viejo no duraría más de dos años. Alguno aprovechó hasta para estrecharle la mano, cosa que no se podía hacer. Siete se quedaron a buen recaudo por mor de sus nietas, hijas y esposas, que ganas tenían de darse un abrazo o cagarse en su puta madre, cuales lagartijeras comentándolo todo y nada.

Los nuevos tiempos eran esos, volver a salir a la calle sin que te dejaran, como de niños traviesos, con la excusa de ir a por el pan a la vuelta, si acaso. Pero la vida mentirosa de los adultos no se quedó ahí. Peter, de camino al trabajo tuvo la idea de pasarse por el piso de esa perla con la que había estado soñando, por mucho que parte de su condición de hombre -hecho y derecho- le impidiera ignorar lo que le rodeaba. En el primer semáforo le resonó todavía la frase del celador: “No creo que esta crisis nos haga mejores personas”. Hacia el segundo el comentario de uno que comentó que su nieta le hacía trenzas en la barba. Y la mejor ruptura y falsedad de los sentires y cansancios ajenos la tuvo cuando de frente se halló con todo bajado:

-¡Quién fuera pobre y no tuviera ni deseos! -se dijo, parapetado en el tercer semáforo, uno en rojo, espiándole el muñequito verde del ceder el paso y el tictac, que también había adelgazado con la pandemia de las narices, o quizás hubiera sido fruto del temperamento artístico de algunos de esos chavales ociosos que lo iban a aprobar todo pasando de curso. 

La primera y única mujer que no había visto llorar nunca tenía todo echado. De ese edificio de innumerables pisos, solo ella, toda ella, tenía arriostradas las persianas hasta el mismísimo suelo con los ventanales cerrados de par en par, como si no hubiera más vida dentro que la oscuridad.

“Una niñata con fortuna”, pensó de mal modo, extrañándola. “Los hijos se alejan de sus padres, y eso está bien”, fue otra cuestión que se le pasó por la cabeza a Peter, necesitado de huir. Hasta la propia altivez de ella, en la última conversación conocida, le dolió más que nunca. El caso es que no pudo ni quiso ser despiadado. En cuanto que pudo giró, aparcó y se fue a su trabajo. No era la obra de Dios lo que estaba en juego sino la propia existencia, por eso, a su término, volvió a su casa y se quitó los guantes, se zafó de la mascarilla y se pertrechó con la razón incorpórea de la caracola más a mano, esperando, como todos, algo excepcional que les llegase a sus oídos, pues se la cambiaba de uno a otro, como queriéndole sacar todo el jugo.

Afuera, en los actos públicos, que todo lo era, todavía algunos hablaban sobre la responsabilidad de las mujeres; mientras que en los noticiarios seguían haciendo bueno a Churchill, ese al que le gustaban tanto las estadísticas, porque torturadas confesaban lo que hiciera falta.

Con conchas marinas también probó; y con el paquete de avena que se había acostumbrado a echarle a muchas de las comidas. ¡Cualquier cosa que le pudiera dar consistencia, volumen o cuerpo! Seguía solo y no quería. Se pinchó en el dedo adrede y vio cómo la sangre cayó, brotándole por entre la piel y sus huellas. Sangre más roja que los labios. Y no contento se cortó un mechón de pelo, pelo negro como el ébano que no era, más así lo sintió o quiso. No teniendo más disfraces, hitos ni ocurrencias volvió a la caracola, por si se apiadaba la misma. “Si todo volviera a empezar”, pensó, teniéndola en uno de sus oídos, ya más quieta que antes: “la de aventuras que tendría”. Ese y no otro fue su juego de la lógica.

La euforia ininterrumpida le llegó al día siguiente cuando se escabulló del confinamiento, saltándoselo, y se puso a charlar con aquella gente del parquecito desde bien temprano. En pocas horas o en pocos días transformaron el viejo orden: la gente necesitaba alteraciones para olvidar la zozobra de las últimas semanas. Más en esa patria privada donde moraba la identidad y la dignidad de cada cual, y que en todas las revoluciones se llevan siempre de encuentro, quien más razón tenía era el jodido celador, con esa inconsistencia tranquila del haberlo visto todo en esos días y otros tantos, en una perpetua vacilación e indefinición permanente de los restantes:

-Iros a vuestra puta casa; de veras. Ya habéis tomado el aire, resguardaros ya -todo con un estoicismo de saber algo más.

Por alusiones trémulas, mediante significativos silencios disolvieron el grupo, con la incertidumbre sobre su suerte. De haber tenido puesto un uniforme de policía seguramente no le hubieran hecho caso ninguno, enfrentándose, incluso. Sin embargo, ese temple empobrecido y enérgico de su carácter asistencial convenció.

Quien sí se quedó en la perpetua vacilación fue precisamente el sanitario, sobre todo porque le tocaba acarrear con la amarga tortura del tener que trasladar a alguien, alguien que ni la fe rectilínea se atrevía a purgar los pecados. “¿Y si todo volviera a empezar?”, se preguntó de manera muy lateral; un hombre común, sin cualidades excepcionales, básicamente decente. Se le morían sus actores: los que le decían que tenían cita con el doctor cuando no la tenían; los que le hablaban de la actualidad social y el acontecer político como que haciéndole en sus colas el momento más ameno por si les podía adelantar los frascos de las muestras o llamar a la enfermera/o de turno; los que aparcaban indebidamente en la zona reservada al personal sanitario y casi que le escupían por llamarles la atención y obligarles a estacionar de nuevo, fuera; o todas esas madres que con un espíritu inquisitorial exacerbado le chillaban cuando esperaban que alguien atendiera a sus hijos; por no decir de la espiritualidad humana y soberbia que debía de aguantar (tanto él como el resto de personal de servicios y auxiliares de mierda) de todo el resto del escalafón sanitario. El cigarro, poco a poco fue su serenidad, y eso que no debía, así como ver a los pájaros acicalarse, otros que hacían que el mundo tuviera sensatez pasase lo que pasase, fuesen o no escuchados, increpados o inadvertidos en esa ambición totalizadora.

A pesar de ello, ensimismados y brutalistas, los restantes de ese grupo, ya en sus casas o en la panadería prosiguieron con sus guerras napoleónicas. Unos con la recreación épica de las cifras de muertos, contagiados y curados, y otros tantos con algo más de envergadura y audacia. Peter, calladamente, escribió lo que sentía con la caracola a su lado, por si le oía, mezclando sufrimiento, goce, generosidad y crueldad, con leves alusiones a los pájaros en la cabeza: Lo mismo me equivoqué de piso, de calle, de ciudad, de tiempo, de profesión, empezó su redacción. 

 

 

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