La mariposa y esa ave, de gran pico, eran quietud y cambio. Junto a otras faunas conformaban toda una ciudad de Babel, si bien, ellas dos tenían una relación especial. Se bañaban, se miraban, volaban juntas.
Gigante y pequeña, la una era la gatita con botas de la otra. Costaba creer que la colorida mariposa pudiera dominar con un simple gesto a la enorme ave. Y lo hacía. Es más, se sentía un poco responsable de la misma. La hacía pasar de una sonrisa al nudo en su garganta con su facultad luminosa, a la ingenua y optimista de largas y grandes patas.
De tener pestañas, se les rasgarían los ojos con tanto jugueteo. El poderío visual era hipnótico. Ya fuera en una charca como en el tejado de una casa de pizarra destacaban sin dar más cuenta que de sus sutilezas.
Podrían llevar más veinte años juntas porque no se necesitaban decir nada, y no, apenas dos semanas. Tiempo más que suficiente como para emocionarse y admirar su educación sentimental. El lobo y el león tenían envidia; sin embargo, el caminar de las mujeres y los hombres conllevaban una mirada perdida. El silencio era un vicio, y un hielo antiguo para esa mariposa y su ave, no así para las personas, que gritaban. Tantas horas y ni una sola voz más fuerte que otra.
Las liebres, el caracol, la mariposa azul, el águila y tantas otras en la medida que podían intentaban imitarlas. No obstante, las abejas y sus bellas flores eran las que más se les parecían, revoloteando. Los patos y la tortuga no, eran pardos y caminaban lentamente. Pero no era cuestión de ser hermosa ni de tener alas, o de remontar el vuelo más allá de las flores.
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