Mi primera novela no fue el sueño más grande que tuve. Buscaba voces que me hablasen de la cotidianidad, sin que nadie me mirase por encima del hombro. Empecé con breves aproximaciones, más bien todo fue una especie de poder absoluto a modo de diario, que se repitió por tres veces: El libro de un cualquiera, Me columpio en el vacío y A las luces de abril.
Pero como no me podía leer, conformé de algún modo mis primeras novelas como tal. Fui uno y fui tres personas como poco. Tenía como oficio novelar y ser parte de la acción que se desarrollaba en mis letras.
Crucé océanos en tal involucración con El Chándal de la jubilación, Desconfianza Racional y Zanahorias para todos hasta concluir esa mi hoguera con un ejemplar denominado Desconfianza Racional. Otra vez hablaba de mí y conmigo.
Y como seguía pensando en lo que hacía viré a ese rol del Siempre hay algo que decir. Solo quería seguir la línea del tiempo.
Tiempo que me hizo ponerme en carne viva al publicar Buscadores de señales. Desde entonces las pausas ya no son lo mismo.
El verdadero valor del descanso apareció con Viento sobre el mar, eso sí que fue una mano tendida. Yo, como tantos, bebí el liviano veneno de haber nacido por primera vez hace tanto que ni siquiera lo sabía hasta que novelé tal silencio, solo silencio.
Para acabar náufrago sin isla en El Fin de la Infancia, que me deparó silencio y tensión. Es lo único en lo que me reconocía.
Lo mismo todas ellas, novelas, serán de las más vendidas. Tal vez hasta aquí pudiera considerarlo inicios, porque ni era el mejor ni el peor de los tiempos. León, brújula y armario fui con Dinero y mujeres, Billete de ida y Flores de plástico. Obras que no dejan de ser historias de dos ciudades bajo una misma piel, puesto que no quise dejar a nadie fuera, aun a sabiendas del peligro.
Todo un contagio global de sensaciones que necesité valorar mucho más lo nuestro, y pergeñé Las lágrimas de tu payaso. De tan pujante me sentí que entre lo real y lo ficticio derivé a Un cuadro en blanco.
Narraciones donde no había más ley que el movimiento, para quedarme en Deseos Humanos escandalosa y flagrantemente.
Y sigo con esas oscuras pasiones, sin aquel sueño grande. Todo el mundo tiene en su núcleo central una historia… quizás sea la actual: El día que llovió hacia arriba.
Jamás pudiera haberme imaginado tanto sin haber ido paso a paso, novela tras novela, siendo PEBELTOR. En todas ellas, los restos de uno y otro pueden entremezclarse.
Ni me arrepiento ni las destierro: son, soy, somos… Los niños aprenden cuando ven, los adultos cuando el castigo es efectivo, que no deja de ser el contrapunto adecuado con el realismo dominante en mis narraciones. Así pues, tienen donde saber perderse.
Era un problema de solución imposible. Y a veces las caras lo decían todo. Es por eso, que había más: una mujer. Fue y es nieve de verano, una mentira piadosa, y el duelo por un consuelo forzoso: nos buscamos mutuamente. Todos sus nombres los repito a cada segundo. No es ese mi trabajo, pero lo hago. Muchas veces, las personas, como los animales de un zoo, no saben que van a extinguirse.
Y para eso me dejo la piel, se ha ganado su derecho. Sabe que hay lugares, miradas, que son viento sobre el mar. Además, primero sentí lluvia en los zapatos; no sabía qué decir. Parecía que mis recuerdos eran suyos, como con la estrella que se alzaba en el cielo, inalterable por el tiempo, inmune a la muerte. Ese era el problema.
Si quieres algo de la vida, necesitas no tener miedo, pero uno… no siempre se acostumbra a cómo son las cosas. Es la mitad de la batalla. Eso me curó el juicio como escritor, más mis actos no fueron del todo silenciosos: era una mentira piadosa. Le dije que podía irse a casa.
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