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15
Abr

Las paredes del amor

Hizo de todas las cartas de amor un libro y le puso en la cima de sus besos una pared de ladrillos, para que no hubiera dudas y sí un mañana.

Era alguien tan celoso, que de sus propios sueños no dormía, todo lleno de gozo y del saberse amado.

Ella, en cambio, al ver ese inmenso lecho de distancia de tantísimos ladrillos, se enfureció y cesó de tanta infinitud, sin tiempo ni medida, derribando la pared y malpariendo tantas cartas encuadernadas, que ni pedir auxilio pudieron.

Fue tal la realidad, que el viento hizo que los papeles, hechos añicos, muchos, se forjaran como mariposas ávidamente.

Y por las calles, edificios y campos, pronto hubo afanosas lides, pues cada línea, cada beso, y hasta casi que cada gesto de expresión contenida en los mismos, ensanchaba al mundo, breve, pero mundo que volaba y no paraba de volar, uniendo palabras, ojos, senos, haciendo callar a muchos, y muchas, que desde lejos veían el caer de esos besos que cerraban bocas y abrían pareceres cuales mariposas de ensueño y arrullo.

Simples como un anillo, algunas letras llevaban por silencio, tan lejano y sencillo: Una sonrisa basta. Otras, incluso eran más alegres y directas: Alegre de que no sea cierto y lo contrario, alegre de tenerte. Voces que tocaban, tiritando de azul los astros, en ese ese erial de espinas del besarse tantas veces como ninguna bajo el cielo infinito.

Decir tiene, que también hubo papeles pisoteados, con todas sus letras; más que nada por ahogos varios y por esos impulsos del saberlo todo y el tenerlo todo, por cuando el miedo no te deja vivir ni amar.

Ellos, los autores de las cartas, callados y separados, no gustaban de los días sin trabajo ni de las noches sin sueño, siendo casi nada y casi todo, cada cual, por su lado, cambiando sus destinos con abrupta suavidad como si con ello hicieran el mundo más azul y más terrestre (no debieron estar muy felices cuando el miedo y la risa lo llevaban muy mal).

Más fue tan corto el desamor y tan largo el olvido, que años más tarde, y más allá de todo cuanto habían conocido, un golpe de agua les acercó algunos otros besos desterrados y, con permanencia en el duro orgullo, ella se soltó el pelo, redimida, para leer de la botella parpadeándole los ojos, consustanciales, tan vidriosos como esas notas arrastradas por la espuma y los océanos: A veces, sigo levantando paredes, trozos, entre mis labios y los tuyos…

Con toda solemnidad ella reconoció la letra y el temblar de ese hombre, y hasta la sílaba de plata destrozada con la que firmaba, por confundida que estuviera con las líneas del tiempo. Secreta sed y sangre le recorrió y le restó treinta años, lo menos, creciéndole la primavera. Y quiso rechazarse. Sintió hasta que le tocaba, le respiraba y le sentía. Fue amor, enrollándosele las distancias, la luz y la inmensidad a su cintura. Un amor miserable, pero un amor que cada día siguió amaneciendo a su lado, puro como una ola nocturna; un amor que nació fuera de todas las paredes con las que no supieron vivir.

Y devorados ya de todo, presos de lo vivido y no vivido, hubo de ser uno de esos lectores casuales, de los de las mariposas de ensueño y arrullo, quien los unió para siempre otorgándoles la misma tierra: desnuda, incierta, sola, escondida en la hermosura de tantísima cama. Sobre su lecho encadenado, se podía leer lapidariamente: Alegre de que no sea cierto y lo contrario, alegre de tenerte. Dando otra vez con el castigo del amor y la pesada dureza de sagrada ceniza, ya sí, enladrillados ambos y, diciéndose bajito, pareciendo saber mucho más de la muerte que de la vida, o viceversa: “Que el miedo no te deje vivir, cariño”. 

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