Volviendo al cochecito, el Duque fue de lo poco que respetó (dejando algo del mismo), y a punto estuvo de hacerlo pintar de púrpura giboso y deslizarlo con las dos puertas y capó entreabierto por un desfiladero, en el que yacían huesos y dientes, o subirlo al mar y echarlo a los océanos, orgulloso.
Si bien, la tenue luz del alumbrado público que modestamente reforzaba esa ala de notables residentes aguardaba al coche cada noche, creando un complicado fondo para quienes vivieron tiempos mejores, pero existía nuevamente la posibilidad de vivir y debían intentarlo.
El fútbol de los domingos, los éxtasis de los concursos de la televisión, trabajar para ganarse un sueldo, examinar aparatos averiados e intentar no destacar siendo un marine duro quienesquiera que fuesen era miel en esa urbe de desierto, y órdenes que cumplir.
Un buen regalo,
que la vida es urgente
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