El interior del asilo no tenía mejor aspecto que el exterior. La discreción truncada fue esa: caballos salvajes corriendo. Picores, quemazones y todo fue desapareciendo. Al principio, mis obligaciones consistían en ir de mesa en mesa.
Caprichoso el destino, caprichoso el calendario. El despertar de los sentidos me pilló desprevenido y sin haberlo intuido ni por asomo; muchos otros lo rezaban, sentados a descansar, con o sin paliativos.
Las losas, pulidas por años de uso, también trotaron; y el banco de piedra, así como los botones que las criadas les cosían hablándoles despacito.
A su término, no pude más que echarlos al pozo. Uno se me quedó olvidado, me lo encontré jugando a las canicas.; el que sufría demencia, quizás estuviera confiado y revoltoso aquel día. Un pobre hombre sin ni gratos recuerdos. Años de televisión, miradas a los tejados, su tapete, las fotos de familia en su sitio, y el lujo terrenal del sofá y el sillón: otra peligrosidad por sí misma, ya sin tradición que seguir. Nada heredaré de él.
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