Era buena siguiendo normas, y como los hombres, conocía sus limitaciones. Pero una fatalidad le impidió lograr aquello para lo que nació privilegiada. Su frescura, su belleza salvaje, la fragilidad y el misterio con el que bailaba quedó en un accidente y una lección bien aprendida.
Otras hubieran renunciado, pero ella no. Tampoco tenía palabras para la muerte. Y se disponía, tal y como ella se decía: “una vez se cierra el trato no se modifica”.
Le caían unas lágrimas más grandes, si acaso; no obstante, pensaba acabar aquello que empezase. Y como le enseñó su abuelo: para saber ganar, había que saber trabajar.
Nuevamente faltaba un solo día para los Reyes Magos, y muy suya cogió papel y bolígrafo (no cualesquiera), y se dispuso a la voz de su inteligencia puramente intuitiva, como la otra vez. Y ya iban muchísimas, pero como si fuera la primera (amedrentadora, casi).
Era todo un arte cuando se colocaba tan discretamente al borde de ese camino, llorona o no. Y completaba ese paso de los días y las horas, porque se veía, por más que el tiempo le pasase de forma cruel e inexorable, sin ni poder pararlo. Nada de fanfarrias ni amontonamiento. Sabía lo que escribía, tristezas aparte. La edad no le era sino un cúmulo de placeres y una brújula en el despeñadero, y heridas asignadas a su fortuna. El mar, un inconveniente superable, como ya demostró aquella vez. Después de cuando las zapatillas mágicas.
Peor le fue con la cárcel del amor, y supo salir de aquello también (la muy bella) por más que le mirasen su rostro con desprecio. Así y todo, su corazón no había albergado el plomo que acarreaban las mudanzas, pero ya tocaba. De leyendas mitológicas ya se había hartado, que casi se le vuelve la sangre agua. Y tras dos embarazos, y dos partos, no quería más uniformes de ida y vuelta que ni con fe se superaba del todo el pesaje de ese corazón, sabedora que ya nunca podría ser más joven.
Lo de cantar le eran mentiras piadosas. Muy parecido a lo de que la quisieran y el deber más que moral del tener que morirse antes que sus hijos; barbaries ingratas para las que no podía alegar inexperiencia. De por sí, seguía queriendo a los mismos que quería, estuvieran donde estuvieran, muy a pesar de que la ciencia de la vida no respetase nada.
El secreto de la longevidad como tal era jugar, y no se trataba de eso. Tenía que haber intención.
Y como que calada con el rocío de tantas ganas, despuntando a la madrugada menos sonora, exhausta y expuesta, recordaba cada peca y las evitaba, más el crujido de las camas y las manecillas del reloj sonándole desde sus adentros, porque a veces acostarse con alguien era como estar sola. Pero se reforzaba en ese cautiverio y pedía, sutil, tal y como les prometió, hablándose en sus silencios con esas ataduras. Y el problema no es que dejase turrón de más una y otra vez cada año, además del bizcocho de manzana con pasas y chocolate negro sí o sí, y la jarrita de leche; o que se metiera en lo que no conocía ni comprendía, o que otrora época fuera corriendo de un lado a otro perdiendo la serenidad.
En la casa oscura de su ausencia, fuera o no certeza, higiene de vida, sincronía y/o hacer lo que se pudiera, con el gato ronroneando plácidamente cambiándole la luz de la calle que entraba por los visillos de la ventana, en nada irreflexiva lo firmó, ensobrándola, que vivir en sociedad implicaba seguir el protocolo, yendo hacia una primavera silenciosa en la que casi no habría sonidos.
A partir de ahí, quienes tuvieron dolor y miedo fueron los tres Reyes Magos y el embozo de la sábana, arreglado milimétricamente, cuando tiempo atrás lo hacía con desatino y aquella familiaridad apropiada de sus canijos.
La primera vez le costó lo suyo, ahora bien, con los años se iba haciendo a esa distancia tan miserable. No obstante, osaba a mirar por la ventana, alejándose de esas repetidas sombras grises de tantísimas metrópolis y ninguna con la melodía de las campañillas de sus brujos renos como único sonido.
Su corazón llagado le había hecho agenciarse un habitáculo para no sufrir la intemperie en ese vacío en llamas del tener que estar en todos los sitios a tiempo y en ninguno, incluso donde los sentimientos crueles ni le esperaban.
No perdía tiempo alguno, acabado un año volvía a su habitación vacía para empezar a llenarla. Para su vuelta recorría cinco caminos, y así nadie sabría de su paradero. De ese modo se ahorraba pisotones, que había muchos abusones. Y no quería resultar grosero e insultante, como repartidor que era.
De pequeño aprendió que había tantas formas de agradecer como ninguna, y halló su oficio. A eso se aferraba, al un dolor que no se olvidaba nunca. Un niño con un regalo inesperado venía a ser como pisar la nieve virgen por primera vez. Él sabía de esas oraciones durante el invierno, y de las frases derramadas sobre los tejados, a los árboles y en las calles; o de los silencios y sus resquicios.
Algo tan complejo como sencillo hacía posible que miles de personas pasasen un rato mejor, para luego regresar a la realidad de la realidad y dejar a un lado los sentidos más inéditos.
Cada vez que se veía frente a una puerta, chimenea, patio o garaje le brotaba una sencillez que le engrandecía, y se podía imaginar el mejor futuro. La irrelevancia era el sentimiento de los que no importaban en todo ese caleidoscopio de acontecimientos y ritmos frenéticos.
Por suerte, lo primero tras el trabajo bien hecho era parar en la mansión de los chocolates, y eso que ya se había tomado los suyos. Allí, todas las cosas que hacía, decía y pensaba estaban controladas. Nadie lo podía descubrir. Aparentemente no había nada sobrenatural o misterioso. Es más, lo veían de mil formas, por aquello de las constricciones de la decisión humana y los libres albedríos. Jamás opinaba de ello, fuera o fueran bruja, leñador o rey mago.
Sin embargo, había procesos conscientes mucho más amplios: se estaba cansando de ser uno, tres y ninguno. O de llevar y no llevar séquito, pajes, camellos, renos o lo que fuera. El capitalismo era una máquina perfecta de estetización. En absoluto quería darse al fracaso de lo bello, descubriéndose, pero se estaba pensando muy mucho los espacios en blanco del gusto común. Lo de los juguetes sexuales le sorprendieron lo suyo el primer año; y que le siguieran escondiendo los balones después de tantísimos años no le hacía ni pizca de gracia; tener que escribir cartas de amor de puño y letra, bueno que bueno; incluso lo de aguantar a los directores de orquesta con mal carácter, podía entenderlo; pero lo de meterle el sonido del mar a las caracolas, nada de nada, ¡ni una más! Le dejaban con la sensación de no haber comido nada, como si tuviera adicción a los laxantes.
También le jodía bastante que la gente le preguntase por su edad, como si fuera una necesidad. Cuando se era joven, se era joven para toda la vida. ¿Acaso le hacían eso al Mago de Oz?, ¿o lo ataviaban de mil modos -y eso que era de hojalata-, muchos inoportunos, insistiéndole tal que estuvieran en una absurda fiesta de disfraces? ¡Anda que lo de los camellos!… Al menos un león, ¡coño! ¡O unos putos enanos acosadores! Un lujo que no se podía permitir, claro. ¿O cuando le pedían estar en la otra parte del mundo como si fuera tan fácil? ¡No te jode!, la armonía oculta es mejor que la obvia… cuando te lo dan hecho cabrón… como si fuera pintado lo que escribía. El Mago de Oz era el puto amo, y eso le jodía.
Podía fotografiar y acomodar como nadie cualquier atisbo de realidad o de imaginación en su entorno. Era alguien que tenía ojo clínico, que captaba las cosas a simple vista. Más era incapaz de ser feliz.
Le reconcomían ciertas decisiones que había tomado, necesarias en parte, pero dolorosas. De esas en las que nunca había ganador alguno ni toda la bondad habida por haber. Aun así, era el mejor porque la gente le amaba, llegaron a decir del mismo.
Apenas trataba con su familia. Su madre seguía siendo su madre, y esa persona con la que no había llegado a conectar jamás. Sus hermanos más de los mismo. Los sobrinos crecían y apenas le veían y trataban. Con el resto de familiares tampoco es que tuviera trato. Unos y otros se acordaban, eso sí.
Y todos eran mayores e independientes a su manera, luego esa absurda brújula moral que les impedía mentir no era obstáculo alguno. Si bien, de puertas afuera, como quien dice, solo ellos sabían que apenas tenían trato en esa familia, o familias.
Nadie dijo “la idiotez no se cura y los mentirosos mienten”, sí otras cosas, duras. Sí. Perlas de sabiduría que nadie olvidaría jamás. En familia, razonar resultaba ofensivo, no obstante, había quien daba por suficientes y justificadas ciertas situaciones, a su conveniencia. Y ese fue el detonante (dar cosas por hecho, la habitualidad y el acomodo), salvo urgencias médicas.
Algo que todos debían soportar estoicamente, incluida la madre. Una señora mayor que en todas las métricas seguía siendo la madre, pero que no unía todos esos límites de la verdad y a sus hijos. Hijos, que no siempre accedían al funambulismo de dejar pasar las cosas por alto y mirar hacia otro lado. Uno de ellos, ese payaso, llegó a decirles claramente que no se podía tener todo, que quien quisiera algo y se lo trabajase adelante, echándose a un lado.
Tenía mucho por lo que pagar (todavía pensaba alguien, tuviera o no razón) y estaba cansado de ser fuerte. Una cosa era lo que pasaba y otra lo que parecía que pasaba.
No le gustaba dar paseítos a solas por el parque, ni ir de tiendas o de bares. Aun así, se decidió a no seguir dando su brazo a torcer y volverse firme, truculento y tosco, por sensible y decidido. Su atisbo de esperanza le llevó a tomar la peor de las decisiones, y la mejor. En parte se liberó: mirando sin mirar.
Aunque no dejó de ser un villano o un mal comandante de artillería. Cada día que pasaba se iba apartando más y más de la familia, si alguna vez lo estuvo, y haciéndose un poco más inútil en todo salvo en su oficio: lo único que le ocupaba. Con ello tapaba el olor del invierno y las estaciones que iban sucediéndose, también las fotografías que les dibujaba la vida, quisieran o no. Sus sobrinos y toda esa suerte de armonías construían sus árboles de las risas, él no.
La emoción más grande del mundo la ocultaba. Y ni disfrutaba del sexo con nadie, o salía a tomar café y desconectar y relajarse. Todo era normal, todo era lo mismo: verdad y apariencias. Trabajar, alimentarse, deporte, asearse y a la cama. Más su madre crecía, y los demás con ella. Un caminar que en absoluto conllevaba una mirada fresca. Había resquemores, muchos. Tantos como que apenas había interacción alguna, en lengua de madera, eso sí, de discursos vacíos, o de encuentro en el ascensor con alguien. El silencio era un vicio, y un hielo antiguo. Ya se habían dicho todo, y nada.
El payaso hubiera sido un buen militar, o médico. Es más, si se hiciera rico, seguiría viendo lo que tenía delante, y no le gustaría ni se gustaría.
En Navidad y esos otros tantos días tan señalados se ocultaba más si cabe. La canción de los nombres olvidados le podía. Todo le era un horizonte muy lejano. No quería estar con nadie, y eso que sabía amar, y lo necesitaba como todos. El oficio de su padre ya no unía como antaño toda vez que se fue; ni estaba ni se le esperaba, por imponderables del destino y los cielos purgados. Y por mucho que trabajase y se ocupase, las empresas y los centros cerraban a cal y canto en según qué días festivos y todas las vidas se sucedían en el seno de los hogares y las piscinas vacías.
Por suerte jamás le dio por darse al vino u otros pormenores de esos, de todos los futuros perdidos. Eran años de desesperanza, de queja, de duelo y de remisión con esa que fue la primera persona que le sostuvo la suya, y sus hermanos. De ese roce de la piel de cuando se eran iguales. Madre, hijo y hermanos. Pura y dura adaptación al medio.
Si hubiera una oficina para alistarse e ir a la guerra el payaso se apuntaría, aunque no fuera la suya. Necesitaba todo aquello que le permitiese evadirse. Hasta había casi que, renunciado a compartir su vida con alguien, y eso que a veces pensaba en adoptar un autobús repleto de niños -riéndose él solo- o en ir a besar a una mujer que una vez le dijo que le gustaba y estuvo dispuesta a probarse en esas lides con el mismo, tras leerle el pensamiento y los días de la vida. Pero quizás cada uno tenía su camino. El payaso, por no tener ni querer, ni tenía animales, con los que siempre se entendió mejor que con las personas, o así lo sintió él mismo. Vidas, que se fueron; otras, quedaron.
Para todos ellos la distancia se medía en años. Y la gente rara vez veía lo que tenía delante. Apenas un payaso, si acaso. Alguien que había dejado de ir a nadar, primero por la falta de tiempo de tan ocupado que estaba con su oficio, después, por una especie de aprensión absurda, que ni era frío, ni soledad o pereza. Lo mismo que le sucedía con la vida, que o le empujaban o le costaba si se paraba a pensarlo, tras algunos resbalones. Y era un tipo majo, decían.
Siempre empezaba sus cuentos diciendo que vivía en un avión. A los niños y a los mayores les encantaba. Un avión que de vez en cuando aterrizaba y tocaba suelo. Era lo más parecido a no tener casa, aunque la tuviera. Y ni casi que país o ciudad, lugar en el mundo. Un payaso que era bueno siguiendo normas. Y de esas personas que al acostarse se acurrucaba sobre sí, porque la naturaleza siempre encontraba la manera de sobrevivir, aunque no se fuera feliz y se mereciera otra mirada.
De los pocos payasos que no escribía carta a los Reyes Magos ni a Santa Claus en toda esa realidad diversa, transversal, y distinta por igual, pero que sabía lo que le gustaría tener y no tenía.
Y no era pertenencia a un grupo ni a una clase, sino la certeza de que un sencillo fuego, una caricia, o un deseo compartido hecho realidad sería el mejor benefactor posible. Algo que no sustituía la verdad por las apariencias.
Un payaso que sabía que había muchas cosas que los padres no entendían de los niños, y viceversa. También de cómo habría de cuidarse un amor para toda la vida. O de las personas mayores que se iban quedando solas y veían cómo antes o después les llegaría su hora del adiós y no querían ni lo uno ni lo otro, pero que debían afrontarlo, tanto eso como lo que les quedaba por vivir, fuera mucho o poco. Y de las políticas y los políticos.
Un payaso que no era libre ni de sí mismo, sobre todo en ciertas fechas. Y un payaso que podía ser el molino de las aspas de papel mojado.
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