La emoción, la encrucijada del amor y los gritos de alegría no existían. Jamás existieron, más bien. Y el caso es que había algo. Un algo especial, distinto. No ese vacío espiritual, pero algo. Quizás, mitad respeto, mitad aprecio. Necesidad de otra presencia, de sentirse, de ponerse a prueba.
La comunicación podía ser una caricia o un traspiés.
Ella sustentaba ese todo inclasificable. Eran gente normal, sin tonterías. Sin aspavientos. Gente que se trabajaba los días. Gente que tenía su infinito al alcance de la mano.
Se veían de vez en cuando, aun siendo un acto prácticamente sedentario, dados a la rutina y a esa prodigiosa trampa de la sensibilidad humana y la condición de lo efímero.
En la cama parecían una caja infinita de voces si ella lo procuraba, dibujos quienquiera que fuesen. Personas que llevaban la experiencia del vivir hacia la nada del olvido pasando unos ratos juntos.
Una vez, hasta fueron una hilera de dos cuerpos agonizando junto al mar.
Cada cierto tiempo dejaban huellas duraderas. Y no era tarea sencilla. La memoria del mundo estaba ahí, contenida, sin hormigueos. La frágil memoria humana en tiempos donde casi que estaba prohibido leer, refugiados en ese disfraz de vagabundos del quererse. Un querer mediado, rutinario; siéndoles una extensión de su cuerpo los días y los trabajos.
Confraternizar, emparentar, ya les había cogido viejos. O mayores. O acomodados a su vejez. Como mejor se quisiera en el olvido irrevocable de esas palabras prohibidas y actos o destellos de lo que fuera.
Quienes nunca hicieron ese esfuerzo jamás sabrían lo que pesaban tales días. Días de todo. De verse y de no querer verse (sin burla, sin odio y sin generalizar culpas). Días, al fin y al cabo. Belleza y dolor: quererse. Vivir.
Mudanzas no hubo ni habría, mudanzas planificadas. Gestionar esa miseria del darse a todo y nada, y las ganancias extraordinarias se hacía sin hacerse. Lo más, siempre, un desnudo libre. Y que pasaran los años.
Años de todo, chocando contra su propia censura y aspiración. Y años de lo tierno y profundo, del recordar siempre, del ser frágil en un mundo finito, pero años sin ese todo a la vez en todas partes, porque arrastraban un pasado imperfecto. Años con mano firme de algodón.
Y felicidad como botín de guerra. Extraña felicidad la del desnudarse a medias en ese recipiente de los días donde se posaba el tiempo. Mísera felicidad, mala en días de invierno y dura en verano, nunca buena del todo.
Sí, ella merecía una primavera y no deberle nada a nadie. De él, poco o nada. Una persona que se había jubilado no hacía tanto, un hombre tranquilo si acaso. Hablaban de ella, lo que llamaba la atención de esa relación era ella. A la que tildaban de puta y de tantas otras cosas, como si nada, como si todo.
De su madre le quedaba el perfume y la vida. De su padre ese transitorio anhelo de soledad que marcó su primera época. De su pareja cada uno de sus hijos. Por eso no le sorprendió encontrarse a su hija bellamente jodida.
Muchos años antes no habían comentado el ruinoso estado de sus zapatos. Más la emoción del reencuentro podría estropear todavía más la relación, pero no le extrañó verla mostrándose ante aquellos viejos tal y como había venido al mundo, hermosísima y doliéndole su cansancio del vivir, dentro de esa tristeza que parecía precipitarlos hacia una vejez prematura.
A uno, el de aspecto insólito, las canas apenas le agrisaban su pelo. El otro, en su pulcritud no dejaba de mirar detenidamente a la morenita instalándosele en su estómago un incipiente hormigueo. Sus dos tíos tenían un interés excesivo.
Por un instante la madre, escondida, pensó que todo eso sería un mal sueño, y no. No. Se acordó del año anterior, cuando ya le levantó la falda, como si necesitase respirar antes de hurgar en el fondo de la herida. Su hija le había salido puta, pudiendo distinguir la ropa -seca o mojada- de una azotea perfectamente y pararse dos peldaños más abajo y ser toda una golfa para realzar los vigores endosándose a la doble virtud y la benevolencia.
La templada penumbra de esa sobremesa les había ensanchado el pelo a todos, y lo que no era el pelo. La placentera relevancia de cada centímetro de la piel de la joven a ellos les obligaba a sonreír, curvados hacia una sonrisa mecánica por la edad; estando imperturbable la madre, cariacontecida más bien, ante la euforia puntiaguda de sus dos hermanos, que solos ya eran peligrosos. Pero es que estaban los vecinos de puerta, y el alto, rubio y corpulento de la sotana, así como el que parecía un inocente granjero. Desde luego, no habían quedado para tratar la cuestión judía.
No obstante, tal que aparentemente libre de la agobiante tutela, la que se había bajado del coche de alquiler, desnudado y metido en la charca de toda la vida, callejeaba a sus anchas por ese bosquejo donde otros muchos curtieron sus fracasos. Después de una pretenciosa cena en ese mismo lugar falleció su abuela, y años antes fusilaron a su abuelo, donde ya era muy conocido; otro que no sobrevivió fue el que jamás dijo su nombre, y la siempre atareada tía: una actriz mediocre.
Pinta tenían de presos los dos tíos de la morena, prófugos escapados de la cárcel, hartos de café de puchero y afiliados ya a un contrato de línea telefónica, que cuando entraron de eso no había. La madre de la criatura había mandado hacer armarios nuevos con ropa de todas las tallas y zapatos de varios números.
Armarios que vivirían tranquilamente. Los otros dos colaboracionistas, también acabarían flacos y cansados como la mayor parte de los individuos. La rendición inminente de la hija sería otro cantar: no contaba con tantas balas.
Pero no era el único monasterio a la redonda, ni casa de huéspedes con garantías (que salvaron a muchos niños judíos matriculados con nombre falso, decían los libros contables).
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