Como el amor, matar era tomado como algo demasiado serio, verdadero, demasiado civilizado y sumamente desapasionado para ser cierto en otros lares. Pero tampoco eran temerarios, se trataba de gentes que procuraban mantener sus convicciones para mantener sus estilos de vida, siempre desarrollando una profunda agresividad contra quienes los rodeaban.
Roma y Pekín abogaban por un pacifismo transigente, reflejando sin paliativos todos los horrores de la guerra si fuera preciso. Los veinticinco poemas de la obra del Doctor Zhivago hubo un tiempo que estuvieron sumidos a los yacimientos arqueológicos y las catacumbas, no para exponerlos en otros claustros.
Otras similitudes entre ese occidente napolitano y el oriente chino se producían con la poca o nula importancia que tenían los índices de sentimiento económico, la confianza industrial o los datos de parados. En una parte del mundo y en la otra porque había un exceso de prevención y porque todo lo que necesitaban cabía en una maleta.
Latinos o chinos, la vida les era solo la muerte aplazada y la felicidad la ausencia de dolor, donde de vez en cuando se aprendía algo y se olvidaban días enteros, pensando pocas veces en lo que tenían, y sí en lo que les faltaba. En rarezas también coincidían, algunos de esos italianos se fueron en medio del confinamiento a ofrecer manzanas a los osos, por la cara sur de los Apeninos. La excusa era aportarles calorías extras a esos osos pardos marcianos. La Italia pompeyana se interconectaba y se manejaba en todas las economías conductuales.
Los que se fueron no eran vecinos al uso, sino personas que soportaban mucho peor el placer que el dolor si lo obtenían en las mismas dosis, y que bebían continuamente café con limón. Antaño fueron aliados de los Donzelli. Se ocuparon de la isla de las orgías, asquerosamente ricos. Ahondar en las pirámides de abusos, pedofilia y tráfico de menores tejía multitudes. Algunas intentaron escapar a nado de la isla, donde esos financieros, algunos lord y barones, violaban adineradamente.
Por el contrario, en Nueva York se cumplían los sueños de estudiar moda para algunas, y donde, en parte, encontrabas a esos filántropos. Personas que las recibían en camillas de masajes y que cuanto más daño les hacían más disfrutaban. “Era como estar en una mesa de operaciones y no poder hacer nada”, relató una superviviente. Niñas de quince años a las que controlaban su ingesta de alimentos, su salud y su vestimenta. Con dos rodajas de pepino y un tomate tuvieron a algunas, muchos días. No solo en Nueva York, Sudáfrica o Gran Bretaña.
La importancia de verse: Disponible
(Y viva otro amor por correspondencia)
Había algo de entrañable en el patetismo tragicómico de toda esa vulnerabilidad de las políticas y las epidemias, plasmándose el resentimiento y la miseria moral, se acostase o no uno con la misma mujer todos los días para hacerse con el monopolio de las emociones. Sí, ese brillo artificial del pasado exhibía su verdadero rostro, muy especialmente en la normalidad de Pompeya y esas tierras napolitanas. Sin dejar a un lado la archiconocida pandemia del coronavirus.
El mayor reto nunca fue humanizar a un dios, o eso del quedarse en casa cuando se tenía casa. Menos aún la breve crónica de la paulatina desaparición donde la muerte era el principio.
Pegarle fuego a las cosas siempre fue costumbre de algunos. No solo por el olor que desprende el propio fuego incendiándolo todo cuando se descontrola, que hacia Pompeya fue y seguía siendo una opción. Pero no todos los fuegos eran iguales. El Vesubio tuvo su propio hierro y suficiente material piroclástico y rocas como para hacer muros de lava de veintiséis metros y enterrarlo todo, en una flama de nubes y gases ardientes e irrespirables, a base de su furia colosal y telúrica.
Más, aparte de la lava, la desolación y la muerte, en la región napolitana de Campania habitaban gentes que sabían sobrevivir por muchas trabas administrativas que hubiera, o pandemias que se declarasen. Y no, no eran indígenas, ni personajes, solo ciudadanos del mundo. China, Rusia y otros tantos Estados no le iban a la zaga. No solo la sociedad de Roma fue esclavista. Del mundo clásico rescataron el culto al cuerpo y la necesidad del dinero y el poder, así como la dificultad de conservarlo.
Ni Fabrizio ni Nicoletta eran delincuentes, quizás, se les podría culpar de que de entre toda esa población, fueron de los que menos leyeron al Doctor Zhivago, obra de referencia en esas urbes por el trato al amor, a la historia y a la muerte, pero sobre todo ese amor que se colaba hasta los nervios. Se quisieron querer, y pudiera ser que lo hicieron, en un tiempo; más no creyeron con desmesura en sí mismos, posiblemente. Además, estaban las familias (clanes), esas que humedecían los gaznates sedientos y que custodiaban la moral, que no solo los brebajes o los intercambios comerciales (una de sus especialidades), muy especialmente el reciclaje y todas las basuras, evitándoles crispaciones y llevándose su buena comisión los políticos. La otra parte de ese mando único.
Sobre la alarma generada por el coronavirus (COVID-19), se podría sintetizar en el uso de las mascarillas por norma y la enormidad de fallecidos. Ahondar en ello implicaría entrar en la podredumbre y en el exceso de información. La novela es una obra que evoca la razón del amor: sentirse, estar. Y para tal afecto se precisa, entre otros, verse. Quizás la convivencia de Fabrizio y de Nicoletta fue de idiotas: estando de acuerdo en el desacuerdo de amarse. Y con todo y con eso no dejaron de quererse. Pues la medicina no lo abarcaba todo, aunque se fuera farmacéutica o funcionario de carrera y se viviera entre sectarismos, mentiras, los robos (incluida el arte) y la ofuscación para con el sistema, fuera el que fuera.
Como financiera, ella era buena. Y le gustaba eso del dinero del campo: las subvenciones y la gestión de los números agropecuarios, como tantos otros. Él, más humilde que no desaliñado, según el día, se echó una amiguita. Se sentía solo. Son los inconvenientes del no estar presente. También para evadirse y seguir en ese redil de las comisiones, dentro o fuera. Una puta negra, de esas del dinero en efectivo. No sustituía a su familia, pero casi. Había miles de esas.
Negocios como el reciclaje, el suministro de equipos de protección individual o cualesquiera que pudieran conllevar comisión alguna eran frecuentados por esas gentes, racionales e irracionales. Perros, en definitiva. Aunque no por ello exentos de momentos hermosamente conmovedores, o de prosas directas, sobrias y depuradas, trabajadas en la sencillez del minimalismo del existir y el clímax del presente miserable y un pasado que, aun claramente glorificado, fue mucho mejor.
De esos acentuados contrastes trata La importancia de verse. De la Pompeya actual, donde hablar de cáncer era hablar de ajustes de cuentas. Y donde el jefe no siempre tenía la razón, pero seguía siendo el jefe.
Todo cargo público regalado había que trabajárselo desde la infancia. Había felatrices, como aquellas prostitutas especializadas en las felaciones que se distinguían por el color rojo intenso de sus labios, o los que nacieron dioses y cuyo semen se esparcía a los asistentes. Las generalidades eran muchas más que las excepciones. La necrofilia estaba gravemente censurada en Pompeya, pues transmitía una visión censurada de la historia; sí se permitía la pederastia hasta que se alcanzaba la edad de casamiento. En aquella Italia, la gente no se arrejuntaba, sino que formalmente se emparejaba. Lo raro es que ni el señor Meucci ni la empresaria lo estuvieran. Tenían algo de castos, no así los aristócratas, quienes ejercían el papel de activos o de pasivos indistintamente según les conviniese, sintiendo predilección por las esposas de los senadores y cargos públicos dando rienda suelta a sus deseos sin molestar a las mujeres de otros hombres. Todo un mal necesario.
El carácter propiamente italiano vertebraba desde la raíz más profunda. El señor Meucci también. Otro que había releído la novela de toda una vida (El doctor Zhivago). Veía el futuro con tanta claridad como si lo hubiera detenido, y se hacía a los funerales a destiempo. La belleza extrema de esas capitulaciones dejaba sin aliento. Porque Pompeya era mucha Pompeya. Ni Roma había podido con ella. Bebían mucho y tenían relaciones sexuales, pero se les hacía caso a los de esa región. Estudios comparados les daban la razón: “Tienen menos probabilidades de estar solos, deprimidos y tener ataques de pánico; apenas hay asma, obesidad, presión arterial alta, úlceras gástricas, dolores de cabeza por migraña. Usan menos medicina”.
Fragmento del libro La importancia de verse
–en curso- (PEBELTOR)
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