Casi rotas las costillas y el pecho abierto, con los tacones y una mano sobrándole. Amiga obligada, señora de su casa, niñita de tantas plazas. Y hasta el bolso adormecido en plan pez de hielo tenía.
Todo el día llevaba quieta, como si no quisiera estar con sus padres biológicos. Se agarró a esas cuatro leyes: miedo, razones, resentimiento y contención. Horas llevaba sin ver el cielo. Toda ella. Deslumbrante.
Salió de su casa sin más violencia que su extraña convicción y los límites del azar.
Tenía que pensar, lejos de las cenas. Ya le pasó como esposa, solo que por entonces supo disimular sus nervios; a punto estuvo un día de ponerse de rodillas por las cosas más pequeñas. Como hija con mayúsculas tenía sus dudas. Confesarse de eso sería pecado. Cada vez que le daba de comer con la cuchara su falda se movía, si no con los ojos con esas manos tan decididas, como antaño. A ella, el tenedor se lo hubiera clavado, más los rezos hicieron lo suyo y dejaron los pies fríos, en tan sentidas zapatillas, que atronó nada más devolver la silla de ruedas y la bombona de oxígeno. La única con la que compartió su quietud, sus pretextos, crepúsculos y atardeceres. Jamás le escucharon sus padres, ni con lenta gracia. Ella tampoco, en todo caso ni un largo pétalo de mar hubiera mediado en defensas algunas. Siendo niña, cuan cónsul general despeñó al hermano, bien pequeño, su otra pena capital, perpetua. El caso es que al final todo pasa en algún sitio. Otros, creen mucho en el ser humano, consecuencia de sus decisiones: lealtad, amor y emoción, también.
Solo confiaba en que después del día hubiera otro panorama. Se quería.
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