La ciudad estaba sitiada, toda esa manzana suya era un fortín contra el fin. Sobre todo, a esa hora: la hora de la estrella, del disimulo y de la sinceridad. Donde con esos cuentos reunidos no terminaba de aprender a ser feliz.
Quinientos treinta y tres días llevaba esperando la hijita, y cuando el final se acercaba más se lo creía. Entendía que todo era una prueba, un manual de remedios a su ansiedad. Por buena estaba sola, su madre y sus hermanas estaban en otro gabinete, siete pasos antes.
El cuento de la hormiga no valía. Quería ver entrar a su padre de una vez por todas, cual nostalgia del absoluto. Ni cumpleaños ni nada que la coronase, estaba en su arte de callar; extrañamente esperando. Pero sí, una de las diez posibles razones para la tristeza del pensamiento era cierta.
La decadencia de la mentira era esa.
La especulación inmobiliaria, senderos, nidos de araña, correspondencias, antepasados, el mundo escrito y no escrito, todo cabía en la biografía del silencio. Pretendía la invención del cuerpo: reunirse junto a la mesa en un lugar privilegiado; estaba harta de amores difíciles, del sol del jaguar y todo lo cósmico: promesas. Punto y aparte tocaba. Y fue a ver el prefacio…
Lo vio de fábula en la sinrazón. Encajó dentro de sus seis propuestas para ese nuevo milenio sin él.
En la ciudad no todo era invisible. Ni vizconde ni barón u hombrecillo era, sino un caballero inexistente. Si una noche de invierno la coleccionó, ella lo iba a poner fuera de su hechizo. Sol de muerte pasó a tener en tanto mundo aparente. Extrañó ira y tiempo perdido, fue su sentido primero de la palabra. Cualquier cosa menos las teorías del amor en el mundo árabe medieval.
Nunca fue alguien.
Silencio y tensión fue lo único que se dijeron al conocerse. Náufragos sin isla. Él llevaba una poesía muy propia para el jardín, más no pudo pues rápido bebió liviano el veneno de sus piernas al verla remediar su propia historia, en silencio, solo silencio; con los olvidos compartidos, bajo ese arte de serle egoísta, guardándose y cerrando la boca.
De su propia ingravidez se quedó con la última nota que llevaba escrita en la boca: las modas son pasajeras, y la moda es eterna.
Del dolor y la razón no tuvo tal lámpara verde, sufrió de una primavera nórdica por ese exceso de buen tiempo junto a ella. Era hasta la Puerta del Mar. No la incomodó en su danza de realidad; se quedó prendado del enigma de la luz, que hasta a las simientes enterradas hizo despertar viendo tal marca de agua.
La lámpara extraña, título libertino.
No era gente de esas, de historias de alcobas, sí era un fanático a pesar de su temperamento filosófico. ´Lluvia roja´ era la palabra que usaba como seguridad. Eso bajaba los humos a cualquiera. Era maestro y mago, hasta que el rey se inclinó y los mató.
Fue su Venus, desde la sombra llameante; en ese hotel nómada, con su amor y los sentimientos desordenados. Nadie se quedaba con ganas en aquel lugar. Ellas colaboraban con el valor de ser mujer. No eran de tomar limonada o agua mineral, su poesía del pensamiento las obligaba a beber todo lo concentrado. Eran VIP: gramáticas de la creación… por tiempo limitado. Hambre y seda.
Más la fama y la bondad insensata de la vida secreta de esos edificios, sumado al manual de aquel dictador hizo que el destino de los caballeritos blancos ya fuera otro. Pero como si no fuera testigo todo se quedará en ese libro de los secretos, con sus fragancias y sus trampas. Un pesar de patria, pura extrañeza. Y fanatismo. ¡Está hecho! La herida es demasiado grande y nada. Resulta difícil probar que no sabía nada de cómo se gestó la maldita lluvia roja. Las víctimas siempre son las mismas, y se ciñen a la búsqueda compartida; mismos temperamentos, mismas filosofías… bajo dos banderas, dos escaleras. No hay más cárcel que los ojos vacíos: actos obscenos en lugares privados, también.
Cuentos, quedará en eso, para cualquier ladrón de recuerdos. ´Lluvia roja´, diría.
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