Al fin su hijo era un sacerdote y ella era una cristiana. Él sí que no merecía besar el polvo que pisaba aquella señora. Doña Ana, no obstante, prefirió darse un baño.
Al día siguiente, cuando fuesen a hacerle la alcoba, estaría la cama levantada, tiesa, fresca, sin un pliegue. Las butacas en su sitio, así como el orden de los libros.
Ese fingimiento era en ella segunda naturaleza. Su hijo era como todos, como todos los hombres, siempre fuera. Y ella de limpieza exquisita, de sobriedad y de la severidad misma.
El parentesco era cosa del parentesco, y ya iban tres. Otros dos y su padre. Uno que no servía para ver morir a una persona querida, que pecó de hablador cuando fue hombre de excelente sentido y no escasa perspicacia.
El sol, el sol brillante, la esperanza y la frescura se escondían por entre la apestada ciudad. A través del costoso vidrio y una remendada ventana se llegaba a ese lugar que sin ser catedral de nada, y rodeados de grietas podridas, ambigüedad y miseria, los rayos embrujaba.
Todos los cuadros se reconocían por igual. Todos. Todos iguales. Y como que demasiado intensos algunos, se fuera o no persona prejuiciosa. Los cambios resultaban tan suaves y fáciles, o simples, que no se distinguían. Circunstancias que evocaban por sí solas en toda esa rara funcionalidad.
Y todo con la puerta de un cuarto entreabierta, escuchándose el tiroteo del frente a unas manzanas del hotel donde residía tan pensión. Tiros de fusil toda la noche, tableteando una ametralladora apiñada por encima de las tejas desde donde alcanzaba la vista de una chimenea sin humo.
Era la guerra, que cambiaba a las personas. O las personas a la guerra. Y viento de libertad en forma de cuadros, colores y marcos útiles. Porque quien entraba no salía disparando. Y eso que en tal lugar no había inocentes, ni crucificadores ni mártires, pero estaban en guerra: todos. Todos. Con los agravantes del parentesco y tipos harto peligrosos.
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