El inmortal, descamisado, si algo había enseñado a su gente es que había unos límites de empatía, y esa ordenanza fue nuevamente más allá de lo establecido.
-No te rindas, querido, es muy de clase media -lo saludó efusiva, moviendo sus caderas.
Como cascarrabias se lo perdonaría todo, pero Griffin estaba trabajando por su causa y prefirió no dejarla hacer.
-Soy viejo para cambiar. Haga todo lo que quiera McCarthy -la llamó por el apellido, quieto, con una mano en la cabeza y la otra sujetando el pomo de la puerta, a medio abrir para no quedarse encerrado a solas con ella, ni abierta del todo para evitar que otros pudieran ver la escena en toda su extensión. Que por mucho que pasase el tiempo no terminaba de llegar nadie, y hasta sin moverse se tropezó.
-Todas somos un poco Lady, mi señor Griffin. La adicción al chocolate no existe, ¿o sí?
Provocarlo lo puso en plan mayordomo.
-No hay nada más sencillo que evitar a las personas que no te gustan -giró la mirada.
Ella no.
-Cada mujer camina hacia el altar con la mitad de la historia escondida -se miró y cogió sus virtudes.
Principios a los que se encomendó el galés, rezando noble, y por supuesto enrarecido, que para él no había fiesta alguna.
-Una mujer de mi edad puede encarar la realidad mucho mejor que la mayoría de los hombres.
Ese hombre no quiso darse cuenta de nada.
-Soy una mujer -indicó Mary-. Puedo ser tan contraria como quiera -repitió.
Descompuesto, al fin dejó de ser el único extraño, o estaría en un continuo estado de colapso. Abrió, y hasta le llevaron un periódico.
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