La curiosidad en exceso le hizo perder la cautela. Más aún cuando estaba acostumbrada a observar escenas y a escuchar en casa ajena, sabedora del azar, de la involuntariedad y de la conciencia.
Estaba desarrollando de manera adictiva ese hábito, y cogiéndole gusto, quien las definía con una sola palabra. Si podía las escogía blancas, guapas y limpias. De una belleza de su edad, a la que tenía que atender. Había desarrollado un especial sentido del tacto en ese baile de marionetas, y la irrefrenable necesidad de aparentar.
Ahora bien, a veces el cazador era más interesante que la presa, y se la devolvieron… quizás por aquel antiguo querer de tantos años, y la naturaleza como lienzo, amén de los pensamientos de juventud, también esos, cuando una era todavía demasiado nueva como para dar crédito a los acontecimientos que vivía y a sus propios actos.
Y como consecuencia de aquello, algo voraz y desasosegante, y la última vez que rio su hermana Virtudes. La monja vestía hábito azul y llevaba una de esas tocas o cofias volanderas o aladas. La otra, dejó dos criaturas de pocos años. Y su madre, esposo con incipiente Alzheimer (otro que tenía que inventarse la vida, porque acababa siendo verdad). Todas, hasta que la vida las volviese a encontrar: porque la vida de los muertos consistía en la memoria de los vivos.
Desde que cumplió los quince años se dedicó a cuidar a niños. Empezó siendo un manojo de nervios, escuálida y casi que deforme hasta que atravesó el umbral de la madurez, dependiendo únicamente de la fuerza de sus brazos.
Pasadas unas décadas de aquello seguía regalando los mismos muñecos de peluche y la cesta de mimbre blanco donde meterlos en ciertas fechas. Sus trabajadores aún no habían heredado esa sutilidad para con el negocio, pero no estaban precarizados. La habían llamado de muchas maneras, pero ninguna como su hábito y estatura. Tampoco es que osasen a pavonearse de la misma.
La única gente con la que hablaba era un tipo desgarbado. De cabello negro, piel blanca y ojos oscuros. Ese le hacía de enlace. Otro miserable que sabía rodearse de ese grupo de chicas que llevaban faldas más cortas, y que tomaban las perchas situadas encima de los radiadores de cada clase, impertinentes y empalagosas, además de guapas, oliendo el deseo calenturiento y sudoroso de los adolescentes, emponzoñados en su hedor e intentando manosear pechos que no acababan de madurar.
Setecientos billetes en ciertas zonas era mucho. Sus servicios no solo daban para cuidar a niños, sino que también servían para regir discotecas o adquirir tierras en zonas rurales, montar centros cívicos de pago e improvisar ardientes señoritas para lo más vulgar. Manejaba todas las destrezas esa retorcida mujercita, hasta la digitalización.
Muy a pesar de ello, cada noche que se acostaba se hacía un ovillo sobre el frío hormigón del suelo que le hacía de cama y reflexionaba, y eso que residía en un adosado de tres habitaciones con jardín delantero y trasero.
Por todas las abruptas esquinas se rumoreaba de ella. También que el viejo se balanceaba en una mecedora de madera que chirriaba lentamente adelante y atrás sobre los tablones de pino desgastados y hundidos del porche delantero de esa casa, justo enfrente. Posiblemente al que culparían de las grabaciones, y quien podría dar pistas sobre aquel niño y el óxido naranja y brillante que cubría el guardabarros de la bicicleta, volcada y desolada.
No todo era una cuestión racial, ni hacer números o quedar a tomar el té con la reina.
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