Como quien besaba la muerte durante la madrugada del otoño, era una suerte ser actriz y ser tanta gente a la vez. A menudo pensaba que la noche estaba más viva y más rica de colores que el día. Ella, la que era capaz de cantar a la primavera en las avenidas como quien daba limosna si se lo pedía su tía.
Cerraba los ojos y dejaba de ver unos ataúdes tras otros, estanterías vacías y millones de patrias en una dentro de ese colegio e instituto, hospital y morgue, casa. Tan único era el paisaje que ni se paraba a suplantar la personalidad de nadie, o la conciencia herida de una liebre o un cervatillo perdido. Solo plantas y árboles, ideó, más un cielo concertado en algún punto de su amnesia, situándolo a camino entre la parábola y la historia, porque casi que encapotado lo puso, con amarillos y anaranjados campos de la frugal otoñada.
Así nació ese entorno saludable tal noche como otras tantas, como la aurora, viéndola dormirse, ella paseando, respirando, mirando, oliendo y sentada junto a esa anciana tía. Todo cuanto les permitiera evadirse, porque afuera de ese cielo y habitación las vigilaban hasta viendo películas en plataformas digitales. Y no se exigían igualdad de género por condescendencia al ser mujeres. Ni querían saber de más para ser menos, tal que habían detenido al dueño de un criadero de perros que cortaba las cuerdas vocales a los canes, como les informó uno, nada menos que un hombre, joven.
En ese lugar idílico de su otoño una y otra podían descubrir ese pequeño músculo que había en el antebrazo que solo aparecía cuando se levantaba el dedo meñique, sin dejarse llevar por la obsesión por la belleza, cuidándose y teniéndose: tía y sobrina. Una naturaleza capaz de sobrellevar las órdenes injustas y donde los libros no se guardaban sin leer.
La primera página de ese tomo fue ese: una paciencia silenciosa que cerraba las puertas sin un mal gesto, llevándolas de la morgue al campo otoñal. Hacia la segunda encallaría el barco desde el que partieron. Por la tercera volarían. En la cuarta albergarían un romance a la vecina. En la quinta, con el frotar de manos, rezarían a favor de Dios. Ojos ámbar tendrían en la sexta. Un abogado bueno, conocerían en la séptima. Dos mil ganarían en la lotería de la octava. Hacia la novena les tocaba despertar y tomar el desayuno, tras llevarla al baño. En la décima su hermana le haría el relevo y por un momento comentarían, sabiendo de las enfermedades de los gatos y cómo iba el mundo conocido. La menor había empezado a leer y compartir el mismo por el principio, la mayor por el final. Su hermano era más de la magia de la radio, solo que a escondidas también leía y soñaba, sobre todo cuando le dejaban estar: aún era pequeño. No había cumplido los cincuenta y no sabía soñar frente a la cama y el brasero que hacía de chimenea con el crepitar de las pavesas de encina reluciendo, que ellas veían, como cuando su tía les hacía castañas asadas o palomitas de maíz saltarín. La onceava página se la había quedado alguien. Con la doce le abrían una botella de sidra y le mojaban los labios… Y tantísimas huellas.
Los días de puerta grande o enfermería eran así, nevando si tocaba, riendo si la responsabilidad abrumaba o haciéndose fuerte en el pupitre esquinado de la cama cuando tocaba ser alumna por si la tía se espabilaba y volvía a enseñar como antaño, tiza o mandil en mano. Otoños de vida por doquier.
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