Siempre salían antes, sobre las nueve menos cuarto, para ajustarse al horario de la iglesia que les servía de coartada. Se ataban y apasionaban, dándose relevancia a cada centímetro de su piel, admirablemente coordinados, besándose en la boca como si no hubieran sabido hacer otra cosa en sus vidas.
Al principio, tardó en morder el anzuelo. Aunque su sobrina sabía manejarle. Eso que salía ganando. Un individuo de rasgos mediterráneos.
Esto, los días que no le dejaban matar a nadie, en la templada penumbra de las sobremesas y las sonrisas mecánicas, tan imperturbables que no significaban nada.
Algo habrían de hacer para soportar su mierda de vida, ¿no? Y sin poner todo perdido de sangre.
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