-Señor Griffin, soy Mary McCarthy. Mary hay muchas, muchísimas. Por favor -le corrigió, para acto seguido no quedarse ahí parada viviendo del aire. -Sí, es la hora. No, mejor dicho -rectificó inocentemente- señor Griffin. Que sí, que ya es la hora de cerrar. Solo debo decirle que es la hora de cerrar.
Él se miró el reloj bajo la atenta compañía de esa mujercita, y el haber estado absorto o el hecho de estar medio soñoliento u ocupado hizo el resto. –La necesidad de trabajar sin cobrar no es buena ¿verdad?
-Me dicen que solo abra o cierre, que cobro por abrir o cerrar, siempre. No más. Sin expectativas.
-Mary McCarthy -se fue levantando el señor Griffin, y comprobando que estaban solos donde horas antes había varias personas de todo tipo y condición, leyendo y consultando-, seguro que eres una mujer lista, estoy seguro de ello- e hizo un gesto de asentimiento.
-Yo abrazaba a mi gato. Se lamía la piel como un buen animal -añadió esa, la de los dedos inflamados.
-Yo tengo un gato. Garlan. Tiene el vientre liso para lo que come el bicho, y el cielo de amor adolescente.
-No entiendo eso último señor Griffin -dijo con la inexpresada idea- pero sí, sin una buena persona contigo tus posibilidades se reducen. Eso me decía mi madre.
Extracto del libro Mary McCarthy
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A quienes tienen el horizonte en una línea…
En los edificios de alrededor las cocinas no mostraban costurones de guerra, ni eran patrimonio de la humanidad de uno u otro modo. El caso es que los dos comieron en tal campo de concentración y mayor ciudadela tal que fuera ese lugar una pequeña cabaña junto a la bahía de un archipiélago con sus procesiones de pascua ortodoxas. A unos diez metros, un trabajador restauraba la puerta de acceso a una torre con trapos que no procedían de harapos de ropa tendida. Lo mejor, siempre lo mejor, es lo que se utilizaba en todo ese perímetro de Deansgate. Y no había manera humana de parar, siempre había cosas que cuidar, ajustar y calcular. La tradición soviética del secreto cobraba importancia en la cara y disimulada ciudad de Manchester, correspondiendo con el hermetismo y la extrema lejanía de todo cuanto no fuera Londres.
La utilización de ese espacio tan señorial engrandecía hasta a los más pueriles. Decenas de cristales de bronce y lámparas de araña, vajillas blancas rellenando los muebles vidriosos al paso de tanta cultura, y centros con rosas blancas, hojas de helecho y brezo pudieron constatar todos en ese gran día, con voces despejadas, nada de carraspeos varios o darse a perder el aplomo. Su Majestad había enviado un emisario.
El cual, ya bien adentro, habiéndose instalado en una sala al efecto, empezó a hablarle con aplomo al comendado señor Griffin:
-Mis amigas y yo nos quedamos con la congoja y la incógnita de ver el papiro más antiguo que tengan ustedes.
-¿Perdón? -respondió el bibliotecario, con galones.
–No seamos lacayos, sabe a lo que me refiero. No me encogeré de hombros -pretendió que se lo imaginara.
-Pues bien, profesor. Ordenaré todo. Siéntese -le corrió una silla. Una de 1755, donde se habían leído libros en más de treinta idiomas.
El corte clásico no le desfalleció en ningún momento al emisario real, caracterizado con el rigor del mejor observador. Clases de yoga no se sabe si practicaría, más la espalda firme y tiesa le era, cosa que no abundaba.
Tratado con respeto, sin estrecheces, le ofrecieron y sirvieron té rojo. Al tiempo que otros casi que eran fustigados por tardar de más en abrir el redil, acostumbrados a solo sostener la respiración que no a correr.
Faltando poco para que se lo enseñaran, el bibliotecario encargado se adelantó, aflojando la carrera:
-Señor. Vayamos arriba. Conviene mover las obras lo menos posible, por favor acompáñeme y le enseñaré un manuscrito.
Con un movimiento fulminante renegó y aceptó. Ese lo hubiera atado a un palo. Mary McCarthy, a quien el director había ordenado estar en la retaguardia, entonces salió y una mano áspera la sacudió con brusquedad tomando la gabardina del reputado señor.
Extracto del libro Mary McCarthy
PEBELTOR
-Me alegraría tener que decir que no -expresó el americano, ansiando tocar los pechos de la de al lado, Evans, y darle una bofetada a la que no paraba de comer, distraída del discurso en su riqueza. No así la del mundo solo y desvalido, esa madre con la dádiva del benefactor tabaco que anhelaba.
-¡Me marcho de aquí! Adiós.
-¡Mary Anne! -pidió el jefe.
De algún modo ella percibió su necesidad. -Volveré -no pareció sorprenderse, andando entre mesas desocupadas, con las hormonas y todo disparado, escabulléndose con un sucinto-. Perdón.
Los dos hombres le miraron las caderas, que contoneó rítmicamente, desapareciendo.
Preparativos no hubo de hacer Griffin. Se quedaron cuatro.
-En toda mi vida he robado dos veces -relató Sokorin.
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Habían medido hasta el tono de las voces; semanas enteras anduvieron analizándolas. Si tenían algo claro los de seguridad, es que no valía con observar lo que se hacía, sino que había que observar hasta lo que se pensaba. Casi cinco kilómetros en una dirección y otros tantos a la redonda no se podía caminar. Era un mundo más sostenible, más plural y más solidario de no estar en cuarentena. ¡Y el país lo había elegido! Los cafés, descafeinados, por cuando los pies parecían enormes y se les salían de las piernas a esos de gabardina azul, entrenados para todo tipo de vicisitudes.
Hasta John Connolly se congratuló del cambio de decisión de su amigo y colega Griffin, el mismo de los largos y tristes días y tediosas noches:
–Desde siempre, ser lúcido y de donde uno es aparejó gran amargura y poca esperanza. Hasta el papa rompió su promesa para convertirse en Pontífice. Todos los gobiernos son más o menos estúpidos, tienen altercados y levantan terraplenes.
-Sí, ayer y hoy no se está hecho para el ancho mundo -admitió-, el yihadismo no es el problema; demográficamente todos nos ganan mi buen amigo -respondió sin entretenerse apenas, dejándole hablar, muy pendiente de que su gato no se olvidase de coger las zapatillas en su inocente falta de respeto al dolor, y sin entrar en detalles por cuanto su amigo había pasado de ser el obispo de los pobres al de los despidos. Otro que había olvidado lo que era ser como ellos-. Es usted un hombre entre un millón, padre-. Esgrimió el señor Griffin a John Connolly.
-De lo bueno aprendes, de lo malo sabes -practicó el amigo John Connolly-, al final se acaban las oportunidades. No queremos ser niños toda la vida. Las guerras están hechas para los hombres de negocios, no para la gente del campo.
El judío director iba a pasarse por la sinagoga a perjurar en hebreo, como aquella primera vez donde salió a recibir a su majestad la reina madre. Ese día le importaba, se iba a poner la Cruz Victoria, el más alto honor que el Gobierno Británico había dado a un bibliotecario. Como hombre cambiaba de opinión; de estar su mujer viva no lo hubiera dejado (les hubiera llegado a los tímpanos el ensordecimiento). No obstante, en Manchester había hombres cuya lealtad a sí mismos les hacía peligrosos, frágiles y hasta muy osados, valientes hasta la insensatez. La emoción por el nuevo año en parte ayudaba. “Los científicos dicen que el primer hombre que caminará sobre la superficie de Marte ya ha nacido” incorporó a su discurso de arenga y ejemplaridad para con los suyos. Regio y presuntuoso. Y cómo no, el suspiro de buen whisky, eso sí, en su despacho, con los pinceles y sus horribles creaciones: tenues, de un día con tres otoños.
Extracto de la novela Mary McCarthy
Disponible en Amazon
PEBELTOR
-El talento de las mujeres es el cincuenta por ciento del talento de la sociedad y seríamos muy torpes si prescindiéramos de él -soslayó el galés, callando lo de que “el diablo te ofrece el plato, más no te obliga a comer”.
Y, gracias a una melodía de notas sueltas de piano que salieron del teléfono del americano recuperaron la luminosidad natural, quienes la tenían.
-Me muero por fumarme un cigarrillo -esgrimió Mary Anne a toda esa aristocracia de barrio.
Si alguien me dice que entiende lo que viene sucediendo en este puto reino es que no se lo han explicado bien, farfulló el señor Griffin.
A mí no me entierras tú, barruntó otro.
Extracto del libro Mary McCarthy (PEBELTOR)
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Luego dicen de los trabajos, pero el día a día también somos las personas. Pero sí, en el lugar adecuado y en el momento adecuado debería encontrase uno mismo cada vez que intenta adivinar su reflejo en el espejo, cómplice pasivo. Sobre todo, en esos días donde supuestamente la obediencia y el amor se unen, como en San Valentín (condicionantes mercantiles aparte).
Uno escribe libros no para ganar dinero, se beneficia no solo de escribirlos, sino de compartirlos. Es sumergirse en la vida cotidiana, donde las esperas más o menos prolongadas hacen capítulos y dueños del fracaso, amén de los propios, también, donde la picaresca invita a las carcajadas y nacen tejedores de sueños, que no son otros más que protagonistas de uno mismo, con toda su bohemia y esperpento. En definitiva, cuentos de buenas noches para niños/as rebeldes. Otro arte de tirar “palante” y sobrevivir con dignidad, evitando el llanto y el lamento que paraliza. Horarios, donde solo es posible ingresar el esfuerzo, el respeto y los lazos de amistad, señal inequívoca de que uno no se rendirá jamás. Ahora bien, ahí no cabe el amor, o más bien no se tiene estrecha relación alguna.
Recién terminada la novela titulada Mary McCarthy, que en días autopublicaré en Amazon y subiré a pebeltor.com, todos esos vacíos se aúnan. Para cuando se la vaya a ofrecer a alguna editorial supongo que ya me habré enfrascado en otra tarea que ocupe parte de mis días y noches, pensamientos todos, dado que los trabajos son eso, por mucho que uno los quiera mejorar, y las relaciones personales (de índole amorosa) algo ininteligible cuando no se es perro ni amo.
Meses atrás escribí sobre China y su entorno, otra obra que me supuso doblegarme, y que recientemente ha rehusado publicar un gran grupo editorial. Otra que sacaré en breve por mí mismo, y que dejaré a expensas de las mareas. En aquel libro, decía tía Rose, la gran protagonista: “A persona joven no hay deuda vieja”. En el ultimísimo, Mary McCarthy, una ordenanza y mujer de excepción, comentaba: “Si quiere quedamos y nos ponemos al día. No soy una pobrecita”, sabedora, que pocas veces en la pobreza había libertad. Ambas novelas las une Cicerón, quien nos enseñó igual verdad, y sostuvo que “desesperarse por sus propios males no era prueba de amistad, sino de egoísmo”. Y eso debe ser lo que reina o no en días tan señalados como esos del amor, frugal o perenne, brillante o condenado.
A mí me pasa cuando escribo, que tan pronto mato como que adoro. Lo de cagarme en la puta madre de alguien es algo intrínseco, que sale por la propia sencillez, en un contexto donde los derrotados saben que lo son. No obstante, uno intenta superarse, no rendirse jamás, pues cada piedra, losa, arena o trozo de cielo que se pisa está la belleza de la hospitalidad, resonándonos también el eco de alguna frase o gesto simpar, pues los días son así: de ese hombre, de esa mujer, de ese amo y perro quieto; y se sufre, pero se ríe. Como prueba los percances domésticos, las políticas, y los bloqueos económicos y financieros: nada puede al amor, se tenga o no.
Cuando de verdad se ama o se quiere, todo en un sentimiento inmenso. Y ni el último minuto es clave en el juicio. Que los hay. Todo se valora, mide y estropea. Todo se pierde y gana… NO, ganar no se gana. Si el amor hubiese sido una obra creada por la inteligencia del hombre, de otro tipo de amor hablaríamos y sufriríamos. La que nos improvisa, acomoda o espera es cruel. Puede cerrar puertas. Como Mary McCarthy. Alguien dijo, en esa obra de exhortaciones:
– El que tiene vacío, verá todo vacío; el que tiene envidia, mirará por ella.
Los papiros más antiguos del Nuevo Testamento aclaraban poco sus dudas, y las mías, y eso que trabajaba en una de las mejores bibliotecas. Quizás, uno, con respecto al amor debiera pensar lo que otro personaje de esos:
– Solo son así los primeros quince años. Luego se relajan con los nuevos.
Porque ni teniéndola se deja de ser principiante, más si cabe cuando te falta, y/o añora. El caso es que la Luna tampoco quiere irse en muchas noches, por perdidos o queridos que seamos y estemos; y el sol, ese espía incansable, bien que sabe que uno tiene demasiada luna para dar luz a una mujer que solo le necesita cuando el sol ya está dormido, si es que se atreviese a irradiar. Eso es la pura contradicción del amor y del escribir: quererse y no quererse, tenerse y no tenerse. Dado que, como con los libros (buenos o malos), uno los hace y los termina dejando de ser dueño de los mismos, por más que uno los haya parido, sufrido, amado, odiado, dicho y redicho.
En cualquier caso, cuando no se siente nada y todo es todo, por más que los hombres/mujeres y los días nos sean así, qué poco costaría darse al placer de la lectura y del amarse y amar a otros, como si fueran queridos o familiares lejanos hermanándose. Días hay para hacer cada uno sus cosas y para ponerse los pantalones bien puestos, miradas celestiales aparte.
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