La joven, como muchas de su edad, seguía viendo los cuerpos desnudos con los ojos cerrados, sola. Su abuela no sabía nada. Su madre menos aún.
Las amigas, empeñadas en no ser unas horteras, caerían en su mismo error, si es que todavía no habían llegado a ese momento. Esa vez no estaban juntas. La conciencia de la cría era de lo poco que le acompañaba.
Los pantalones, de no haber estado rasgados se los hubiera roto ella a base de jirones. Era tendencia, enseñar y no enseñar, para que otros les pusieran caras de envidia o de tarados. Como directriz, esa se la admitieron sus padres. A base de sacar buenas notas le permitieron ciertos deslices con el look, con tal de no lidiar con enfados de más ni con dejarla aislada de esa sociedad rara y exótica, como todas hacia las adolescencias.
Solo que el particular humor no era casual. El sujetador negro se lo había llevado él, el mismo que le insistió, primero elegante, susurrándole y de qué forma; después, ya no tan excelso y encantador, más bien meloso de más. Un boxeador polaco hubiera tenido más tacto con ella.
Pensó en llamar al 112, por si desde el teléfono de emergencias, en lugar de que le felicitasen o regañasen por haber perdido la virginidad, le hablaban de otras cosas, fueran cuales fueran. El seguro de salud privado de los dientes no daba ese servicio, ya había consultado las condiciones.
Las deportivas eran de lo poco que la hacía mujer. Ni descalza ni con tacones aminoraba la tensión. Una de las cosas más asombrosas fue sentarse hacia la paz social de un banco de un parque cualquiera, donde desde pobres blancos hasta las capas más altas y negros de muchas o pequeñas comunidades calmaban las propagandas andando, atravesándolo o limpiándolo. La muerte de la inocencia, no obstante, era sostenible. Se había prometido a sí misma que cuando creciera y fuera una mujer trataría de hacer cosas tan buenas y nobles como las que había hecho su madre.
Solo le faltaba evolucionar. O estar en lugares tan lejanos como Alaska y Kenia. Los rumores sobre una posible autoría, tal vez, ya le estarían rentando, tristemente, con los “calladita estás más guapa”, típico de los que se replanteaban todo a base de arrebatos.
Con los párpados vencidos, hasta se lanzó toda clase de improperios, siendo al mismo tiempo una niña en la calle, consciente de los perros rabiosos, las casas espeluznantes y teniendo esa bella visión de cómo funcionaba la justicia, no atreviéndose.
Pero, sobre todo, la segunda o tercera vida era la variable de ese diario, décadas después, al fundirse sin ni poder sobresaltarse en toda su existencia, leyendo a una niña que observaba todo a su alrededor como una mujer adulta reflexionando sobre su infancia. Un ama de llaves negra sí hubiera sido lo suficientemente valiente sabiendo escuchar, incluso hablándole a los perros, más en tres generaciones la distancia más larga seguía siendo la falta de interés y los prejuicios. ¡Y todo por coquetear!, pero no; no, ni mucho menos: por las palabras en silencio y el día que empezó todo.
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