A nadie le sorprendió su lápida hacia el desolante y sombrío río en el que acabó brumosa y apagada, donde tuvo su compás de violines por donde el tiempo no dejaba de correr; y hasta le soltaron su canario, que sin odio se dio a volar, pequeñito, buscándola a veces por entre la jaula sin ni llegar a escaparse del todo, ni vedado ni reprimido, pareciendo alto, soberbio y perfecto, como una vez la conoció.
Otro al que llegó a molestarle la falta de calor en el elogio. Otro que sabía leer, escribir y calcular con la regla de tres, en ese lugar donde todo merecimiento parecía un oficio golfo y mal pagado.
Ahora bien, ya estaban en su bello verano viejo, haciéndole compañía a la muñequita, aquella peque de juguete que enterraron con un agujero en la frente cuando les faltó claridad en el fondo de los ojos, sincerándose francos: “A veces es mejor tener paz que tener razón: descansa guapa”.
Otra habitante precavida que nació pronto toda vez que se percató de la aurora de ese lugar. Otra ciudadana cabal, piase o no, aun estando muerta en vida, que siempre le daba los besos de buenas noches, sabiendo buscar entre las lápidas.
Un cementerio donde el tiempo no dejaba de correr, habitando desde el más alto al más bajo, personas, juguetes y animales. Y donde las pasiones carnales no se limitaban al sexo; también, donde había una reina que perdió la cabeza por un simple peón. Y por supuesto, donde los mejores perros de caza temían a los disparos, sobre todo al verlos allí, reunidos, sin ni llegar a saber quién era el más antiguo, vivos o muertos, cuyas sombras se cobijaban por entre los buenos deseos, la golfería y los muchos disparates, ante la impunidad y la arrogancia de quien vulneraba esas leyes: el jardinero.
Alguien de espíritu conciliador que no terminaba de hacerse con ese infinito, además muy invasivo, que reprimía sus cantos de libertad con disparos al aire, salivazos y arrestos, no parando de gritar: ¡Es imposible que Dios os escuche! ¡Callaros! Y de hacer y tapar hoyos, día sí, día también, porque a los muy cabrones les gustaba tomar el sol, algo inexplicable si estaban muertos, tanto como el sonido apenas perceptible del paso sigiloso de los gatos, que defendían celosamente su gran soledad, apacibles e inmóviles, demasiado sabios como para perder el tiempo con imposibles.
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