Decían las estrellas que los fugaces éramos nosotros. Sobre todo una. Una entre muchas más. Con sus tiempos, con sus entonaciones, las estelas y esas cosas tan suyas. De mediana edad, ya mayor pero de mediana edad, con el convencimiento de que le quedaba mucho por vivir. Y quería.
Tiempo atrás aprendió de las diferencias entre casa y hogar, a no huir del lenguaje, a saber de cuerpos sin hogar y de cuerpos mudados, de las dos caras de los soles de los meses de enero, y que cambiar los muebles de sitio mientras no se podía dormir no era entregarse a los dioses de las tinieblas sino hacer el tonto.
Una estrella que no hacía tanto recogía a su hija del colegio tras ganarse el sueldo, y que a pesar del miedo, y de limpiarlo todo, seguía irradiando belleza, muy a pesar de que en la noche no hubiera caminos, atrapada en sus estelas y anillos. La que encontró el amor bien joven, y la que lo convirtió todo en una gran jaula al aire libre cuando no se sintió suficientemente querida: los días, y los trabajos. Pero que supo salir, bien distinto es lo que le sucedió.
Porque se enamoró de un hombre. Y a su modo supo que la perfección humana venía a ser saber abrazar y encontrarse, ser digno de alguien admirable y buena. Aquella profunda libertad de las noches y los días le enseñó mucho. A los dos, porque ese supo que llegó sin buscarla, una estrella capaz de arder y no quemarse, y de manejar las atmósferas de lo vulnerable como ella sola.
Quizás fue eso, que la vulnerabilidad siempre fue la mayor de las esperanzas, que se gustaron en los problemas y las dificultades puntuales. Que la vida les cambió de significado en unos pocos segundos, aquellos de la primera vez, que ella y él se rehundieron por su propio peso en el amor. Un amor lento, sin destino, de los que abrigaba y daba miedo. Todo. Los lugares, los instantes, los repentes. Todos los sueños y las esperanzas. El mismo encanto de la vida.
Al igual que todos los generales, como si el mundo les perteneciera y ese algo más, fueron a la guerra sintiendo lo mismo, incluso advirtiéndose o diciendo que las guerras del mañana se lucharían mañana, engañándose y creyendo en ese hacer. Dos soledades en un mismo espacio, sin nombres propios.
Pero sí, los actos de entusiasmo les ahogaron. O el que no hubiera destino sino repentes, miedos. Y que todo pesaba: hasta el encanto de la vida. Fue entonces cuando ella prosiguió su camino. Un día de esos en los que las fuerzas le fueron tan pocas que no tuvo ni para despedirse de tanto que le quería. De esos en los de rebotar la mirada al no encontrar un dónde.
Lo hizo con una lucidez excesiva. Y como que viajó años luz o tres meses en un mosaico construido a base de recuerdos, con el viento sur y la más que templada temperatura, sin bullicios, rodeado de un universo del que se desprendía un optimismo fingido, eterna convaleciente. No quería saber, pero sabiendo. Tiempo en el que no se puso frente al espejo, sí una pistola en su propio corazón. De estrella. Y hasta oyó la detonación. Sonido que la paralizó, que le impidió tragar, necesitando descubrir ese espacio donde la violencia se desnudaba del todo y volvía a ella curada. Porque salió del amor como de una catástrofe aérea, faltándole algo más que la noción del tiempo. Por los muebles, por las fotos, por las aguas arrebatadas. Con la vana sensación de haber sobrevivido, sin pasión, o teniéndola muda, sombría. En la quemazón del matar las horas de todo lo que había visto y hecho con él. Ese de su infierno íntimo, el que le habitaba en la boca del estómago. El que estaba ceñidísimo a su muñeca. El más inútil que había existido jamás, al que quería. Triste atajo defectuoso que se escondía también de los ojos de la gente como si todo le importara un pimiento. Ese que sufría las horas, que caminaba arriba y abajo, el que sentía que se había cometido una injusticia. Y quien también acabó exhausto.
La vida era el tiempo que hacía. Las comidas. Los cuadros. El olor. Los viajes que se hacían o no. El rezar entre las paredes. Una naturaleza intensa con o sin las urgencias de los recados. Años luz. Y el mínimo rumor y todas las geografías. Aquellos labios. La vulva. Que le cosiera la ropa. Tender de noche. Besarse al irse. Los porqués y los cómo. Los días futuros. No abrazarse como aquella primera noche; no verse morir.
Desde septiembre él no hizo más que esperarla. Miraba al cielo y quería verla, tenerla. Una impresión de vivir llevadas por ese impulso, la reflexión y la voluntad. Trabajaba y todo su comportamiento le conducía a ella, a la que fue su pura pasión. Siempre le fue muy difícil dominar el arte de perder, la hora malgastada, los después. La echaba de menos. Sus gestos. Y por más que pudieran parecerse le evitó como si el mundo ya hubiera terminado ni hubiera un algo más. Ella y sus largas pestañas, hasta sus acuarelas, los guisos y que no hubieran compartido más espacio haciendo cosas distintas. Huecos sin latido, o tímidos fragmentos fueron. Ni momentos de inadvertida felicidad, con otros o todas sus familias.
Una suerte de bestiario donde la enfermedad les respetó, a menudo soñando él con ella, y ella con él. Ella en sus años fugaces de viaje, y ese en sus días o meses, salvaje y de sensaciones organizadas. Ambos húmedos de impresiones, adheridos a la sucia duda y, vida, queriendo entender eso de no verse y querer hacerlo, no viendo la hora de la noche, ni de los días. Víboras si se les acorralaba mientras los avioncitos ganaban altura y los soles matutinos y mares relucientes ansiaban cielos azulísimos y que todo pareciera maravilloso. Las lunas también.
Estrella y hombre. Solo que sucedió. Y no por azar.
Es lo más que puedo decir de ciertas personas, guapa, y ahora acuéstate, que mañana te llevo yo al colegio y si te portas bien y haces caso a la profe te cuento más sobre tu madre. No vale con levantarse y permanecer quieta, renunciando a llamar la atención de tu hermosa sonrisa. Serás más alta que ella, y quiero verte la cara. Tú no tienes una voz ronca muchachita, sí bellos ojos. ¡Acentúame la sonrisa! Tu madre te ama en las fuentes de la luz, te relampaguea, te da forma, es encuentro. Toda mañana es la pizarra que nos inventa y nos dibuja. ¡Y tú sonrisa!, su borde. La luna y el espejo… Aún me hace temblar. Además, te quiero estrellita mía. Y no te lleves el arma, no hay que matar a nadie más. Tómate la pastillita. No quieras ser la tonta del cielo. Ella tenía la mirada más bonita a la que le he hecho el amor en mi vida.
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