Cual galería de seres desordenados la guerra había empezado. Otro papel. Sólo me alegro porque tú no vas a participar en ella, pensó la doctora, deslizando los pies hacia su interior, estremeciéndose. Y sin dejar de escuchar la grandiosidad de los primeros días, un indistinguible rescoldo asomó su hocico. Cenizas rojas quería su cariño, peor que un instrumento adulto.
Centelleante, ella le convino uno caricia, de esas inmensas por preciada, corta y sentida. ¿Cómo llegó a querer a aquella máquina de escribir teniéndote a ti?, le preguntó al perro.
Sus zapatos parecían estúpidos, viviendo en un oscuro mundo al otro lado del cuarto. Ni el hijo de tres años se los puso para caminar ruidosamente. Ya iba teniendo edad de ir sabiendo cosas, pero no. La camiseta raída fue incapaz de pensar, hablar y recordarlo por sí sola. Anquilosada a sus pies, ella terminó de decírselo todo, habiendo desobedecido su propio mandato: vamos a tomar el aire, nos vendrá bien. Todo inexplicable y, a la vez, comprensible; odioso; y, a la vez anhelado. Cenizas rojas en sí mismo era un susurro hecho eco; todo un consuelo vivo. Y el peque.
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