En la cama se congeniaba o no se congeniaba, más allá de la desafección por la política y las nuevas coordenadas de la ética. Y había siempre un deseo interminable, se quisiera o no. Todo ello formaba parte de las investigaciones del comportamiento humano.
Así como que la cama podía llegar a ser un auténtico tugurio. O bien que se tendiera a gimotear cuando se perdía el sentido. Un cisma, y la otra ventana del cuerpo, en definitiva.
De otro modo, estaba la cama para hacer negocios. O como mero mueble para leer, descansar, dormir. Y estaban los que observaban a los demás, gatos y demás felinos aparte. Era acojonante cómo se comportaba la gente en la misma cuando no era partícipe de lo que realmente hacía, sino que su ser se dejaba llevar y sobre ese lecho expresaba con su cuerpo diversas emociones, contenidas en su mayor parte de llegar a estar despierto o somnoliento.
Actitudes influidas por la biología y la cultura, que no dejaban de ser comportamientos exhibidos. Y emociones, valores, autoridad, persuasión, coerción. Desde la infancia muchos ya apuntaban. Otros había que guiarlos. A eso, y otras decisiones y cosas similares, se dedicaban en buena parte los del cielo o no habría un comportamiento sano y estable. Que también los había optimistas, pesimistas, envidiosos o confiados de más.
Cuando lo veían, lo primero que pensaban y se preguntaban del mismo era ¿cómo podía caminar así un gato? Poseía una extraordinaria relación tamaño/peso corporal. Pero lo que más destacaba no era su color anaranjado, ni la pluma verde que sobresalía de su sombrero azul o los guantes a juego con el pañuelo que protegía su garganta, resaltándole más si cabe esas botas rojas. Los ojos, no por presumir, iban a juego con el fieltro del sombrerillo. Y el cinturón, también le embellecía, con la hebilla siempre bien dirigida.
Vivió en el París más marginal y underground, de lo más diverso.
Los bigotes, siempre abiertos, pero cuidados, no como esos de los gatos de edad avanzada o los que luchaban contra todo a lo tonto, golpeándose o ronroneando de más.
Armand producía un sonido característico al desplazarse. Tenía una suerte de estilos que lo hacían inimitable. Por eso mismo se marchó de la capital de la luz y corrió a abandonar la metrópolis sin arrepentimientos. Él solo varió la situación de muchos ancianos y niños en todo el país bajo la lupa del sol, que fue regresando por lo civil a su paso. Un hombre lo intentó antes y, no pudo. A pesar de los intentos, otros, ya fueran aves, reptiles, recuas de cuadrúpedos o incluso una manada de ballenas de más de quince, casi nadie pudo hacer lo que Armand. Un pariente suyo lo hizo en Italia: Bernardino. Un gato que se parecía a un oso juicioso y lustroso, pero un oso.
Fueron casualidades, ninguno decidió de antemano salir de casa y no volver. La empresa para que la trabajaban los dejó sin trabajo y ni les dieron largas como para volver pasados unos días. Las bibliotecas en las que oficiaban, como expertos en mantener a raya a los roedores, cerraron. Y, a poco que los paseos diarios (cuando se los permitieron) dejaron de llenarles, o los orgullos patrios, necesitaron huir hartos de esos despidos tan zafios y, de lo que sabían.
Y no por los viejos o débiles. Es que no les dejaron ni entrar a frenar los festejos de los malditos roedores que, con tanta cuarentena y malas decisiones de los gestores, podían azuzar libremente y sin culpa algunas de las barrigas o contornos de tantísimos libros. Libros y volúmenes que yacían despanzurrados tras haberlos metido con esmero los lectores por la plata de esas bocanas, o rendijas al efecto, para ser registrados y preparados para otros usuarios, que los esperaban, no sabiendo en absoluto de ese abanico de colores de tan mala prensa, con páginas maltrechas, peor que en una prisión con goteras. La desvencijada convivencia de tantos libros venía a ser un coso de páginas amontonadas, con lomos y tapas dobladas y arrugadas, alteradas en su mesura, destrezas y continuidad, descubriendo una vida miserable, sin alardes ni lucimientos, apiladas y rematados en el suelo por sus propios congéneres, que los unos hacían de poltrona de los otros, con tamaños y pesos diversos, algunos hasta con los cantos reforzados clavándoselos a otros. Todo, como si hubieran tomado más alcohol de la cuenta las letras y sus lectores.
“¿Qué clase de salvajada era esa?” se preguntaron Armand y Bernardino, cuando lo supieron e intentaron ayudar por todos los medios, sin ni mendigar una mísera cuña de queso.
Pero sí, las aparatosas o ruinosas panzas de tantos confinamientos aplastaron muchos libritos, por sólidos y perdurables; y sus sentimientos. Pareciera que lo hubiera ideado un gato siamés: Nathan. Uno que siempre se creyó mucho más que un mal pinche de cocina penitenciario. En términos estrictos, alguien, que, por cruzado, como todos, jamás alcanzaría el verdadero pedigrí. Uno que no sabía ni de la higiene de manos. Otro de tantos con prisas por avanzar de fase; un felpudo de patas, sin tacto, olfato ni audición, fruto de una mutación del conejo ratonero Peterbald, de coloración atípica sin más ánimo ni intenciones que gruñir, bufar y su elevado éxito reproductivo.
Lo que más destacó de Armand y, respectivamente de Bernardino, fueron aquellos dos besos que tuvieron sabor de labios, dados a través de unas rastreras ventanas de semisótano, despidiéndose de toda esa hecatombe de libros, amigos suyos (puntillosos algunos), obcecados en pervivir y vulgarizados por decisiones de quienes seguramente jamás hubieron amado a nadie.
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