Se trataba de descansar, de relajar el gesto. Esa y no otra era la única baza, y que surgiera de nuevo algo. De por sí a Marco le entraban náuseas. Algo le podía, si bien, había demasiado en juego como para echarse atrás. Dinero y lo que no era dinero.
Quien se entretuviese consigo mismo, con la pareja y con la bicicleta ganaría el bote. 230 millones, que deducidos los impuestos vendrían a ser 200 millones limpios de polvo y paja.
Hasta la fecha ningún imbécil lo había conseguido, rugiendo de dolor y derrumbándose de forma casi violenta al suelo pasados unos días.
Marco ya sentía un dolor punzante en la cabeza, y el suelo del garaje estaba bastante duro. Ella casi que lo estrangula con sus propias manos, que también lo pasaba espantosamente mal, apenas sonándole el móvil, aturdida como que mirando la nada, temblándole todo el cuerpo a punto de soltarle: “No puedo más, esto es suficiente”.
Dos policías uniformados los vigilaban, dos que lo habían visto todo. Dos que ya no atisbaban besos. Y eso que les habían llevado el premio como motivación, teniéndolo muy a mano. Y hasta un abogado de los de verdad para la firma. Y una ambulancia por si acaso.
Llevaban diecisiete años de intentos baldíos. Al primer vómito o graznido roto pasarían el bote a la edición dieciocho. Demasiado no era suficiente. Y la bicicleta parada, quieta. Solo ellos, sin planes, sin obligaciones.
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