Venía de ser un testigo mudo. Muerte, resurrección y muerte. Sin tabaco, que era de una generación sin humo. Parte de su trabajo consistía en transmitir tranquilidad y enseñar a gestionar las emociones; un dardo en toda regla y su mejor garante.
Certera, usurpaba las funciones cuando despachaba. Era la epifanía, y parte del colectivo más estigmatizado. Con la madurez creía haber aprendido a dedicar sus energías a lo que importaba y no a las banalidades.
Es más, se antepuso a todo oropel de fama, disfrutando de sus quehaceres cotidianos como cualquier otra persona.
Si bien, apenas el espejo medio que reflejaba una indisimulada admiración hacia los logros de esa mujer con una determinación tan loable como inquietante.
Vista así cualquiera diría que tuvo que ser operada de los dos brazos, intubada y sedada para trepanarle el cráneo hará unos cuarenta días. No sólo sus músculos tenían esa extraña memoria.
¡Pero qué cabrón el espejo! Todas las fracturas para él. En eso quedan los sonidos de un escándalo: ni los ratones de Dios.
Al continuar con la navegación entendemos que se acepta nuestra Política de cookies. Más información
Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar la experiencia de navegación, y ofrecer contenidos y publicidad de interés. Al continuar con la navegación entendemos que se acepta nuestra Política de cookies.