Han sido meses escribiendo una novela, que, finalmente, decido empezar de nuevo. Escribí gustándome el personaje, hasta me llegué a sentir de la misma forma que él, sin embargo, al terminar, ese todo me deja casi sin voz, con la moral flexible y una mezcla de biologías y sentimientos que lo sobrevuelan todo. Era una novela, no un diario o un relato cualquiera. Llegué a oler como él.
Ese personaje traspasó mis letras porque a poco lo vi en pantalla a una velocidad inusitada. Y he sufrido esa luz que arrojan todas las secuencias que perpetúan las retinas. Lo vi como película, con todos los valores. Tenía el enemigo adentro. Y no he sabido darle toda la excelencia. Por ello, he tirado mi libro, mi historia. Toda esa historia de sementales se ha quedado en nada. Cuando uno escribe las palabras también te dicen: a mí me han ganado.
Esas letras ya no tienen voz, forman parte del olvido. Trataban de la evolución humana, de alguien que no quería envejecer. De una persona que sobrellevaba el día a día robando. Su identidad tenía ambición, con él llegué a la diversión y a una villa imperfecta llamada “Olvido” donde había personas de muchas nacionalidades. Donde se nos permitía hacer lo que quisiéramos, todo bajo el mismo idioma: calcar. Había belleza, y arte, sobre todo lo último. De hecho, era un laberinto de obras robadas, algunas detrás de ventanas mal iluminadas, o a la vuelta de algún que otro cubilete, incluso separando el ancho de la calle.
Él fumaba mucho: el Chincheta. Un tal Gabriel, quien demandaba mi atención. Al darte la mano te daba un respingo. Tal vez solo una costumbre sin esperanza. Las mujeres tenían una edad relativamente joven. Todas debían renunciar a algo, como todos; ninguno llegamos a Olvido sabiendo lo que íbamos a encontrar. A cada cual le vendió un humo distinto. Juntos, nos creó la coparentalidad. Todos éramos de todos, mientras él sentía las presiones del reloj biológico.
Su hija y un nutrido grupo de doctores, encabezado por Leslie, una rara avis, normalizaban todos esos cambios y nos establecían vínculos. A mí me encajaron con las francesas. Era eso, el que las calcaba. Para mí empezó siendo difícil, luego un placer y finalmente un tormento, conflictos.
Unos decían que ese lugar estaba en Colombia, otros en alta mar. Destruí esa noción. Llegó un momento en el que no pude más que pisotear todo ese armamento y las nociones. Entendí que no era un monumento más, y que el rencor, la venganza y la humillación llegarían tarde o temprano. No ahorré en recursos, tampoco me convenció el cierre: forzado.
Me avergüenza cómo los políticos permitieron eso. El arte es solo una manera de fracasar mejor, un hilo para entender la realidad. El Chincheta había caído en la lógica de ser tan certero y profundo que me permitió manejar los clasicismos, racismos y machismos generando marginalidades. Su duelo solo lo podía concebir en el conflicto armado al tiempo que su envejecimiento seguía de manera responsable, amorosa y descarnada.
Y entonces entendí que el arte tiene una capacidad de acción lenta, no así la vida. Quizás me obsesioné con ganar y no vi el sentido de esas imágenes (de noche y de día), hasta lo consideré un caballero, al sinvergüenza. Tuve ese problema, escribí con mucha fuerza y probablemente he malgastado esos meses porque no hemos parado de crecer, por más titulares que le daba, discursando. Hablamos mucho él y yo, en la libertad de su villa, una de tantas.
La frágil moral también será recordada por eso. Nada es comparable. Dos inviernos u otoños tendrá, lo mismo hasta primaveras, no sé. La verdad es que me paralizó, imbuido… para nada. Ni me di cuenta que estaba sangrando por todas mis presiones o neutralidades. ¿Faltó cariño?, ¿traté de protegerme del futuro?, ¿no he sabido respetar mi opinión?, ¿es autocensura?… ufff. Igual es verdad: en las casas que hay perro huele a perro.
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