Y volviendo la cabeza hacia el interior oscuro y silencioso de la casa escuchaba también el choque de dos monedas, un ruido en nada confuso, maravilloso y de rutina. De un crío al que le habían dado esa idea y voluntad para con el abuelo. Desde la calle no debía de oírse nada. A la misma hora, de cada uno de esos días, pasaba en un repente su figura sin malicia alguna. La tienda vacía, los anaqueles desiertos, el fondo de color de chocolate…
Tras sonreírle y dejarse estar, el anciano que una vez fue joven pero nunca tonto, cerraba los ojos y la mirada se iba de nuevo hacia ese balcón y los recuerdos del pasado, de vez en cuando oyendo el ruido de algún golpe más o menos seco: personas decentes viviendo hasta que llegasen al cementerio. Solo que encogía los hombros y prefería sus demonios.
A poco que podía regresaba a la casa en la que se había criado y hecho mayor… y se daba una vuelta por allí, mirando por entre las rejas con disimulo para ver si estaba la otra y poco más, en definitiva, su vida.
No obstante, la naturaleza muerta parecía esperar que los días y los trabajos, cuales extraños, disolvieran su cuerpo inerte, inútil, para volver a tenerse por siempre jamás.
En años, para cuando se le fuesen pegando las ideas de un buen hombre, el niño lo entendería.
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