Todavía faltaban unos minutos para las ocho. El bebé, por entonces, ya circulaba junto a su madre por el andén de una estación de tren, bajo cerros de piedra y ladrillo, también indiscernibles amasijos de personas.
Una persona, de esas de mancha castaña y negra que avanzan tortuosamente, cedió a la rotundidad de los juegos del despierto pequeñajo, quien, en justicia, hizo caso omiso a su madre.
Una mujer que se coronaba de una presencia inexplicable. Con pecho y largos brazos, y hasta trenzas. Pero que no quería ver, apercibida y desolada. Era demasiada mujer como para pertenecer y enternecerse a ese gesto de su pequeño, que ni tomándoselo en serio exhibiría forzado tan pequeña virtud natural.
Enjugascado, le tiró la mano al negro, quien con un rasgo de belleza lo recompensó, dejando a un lado la espesa madeja de ese y otros tantos días. Sus labios gruesos y encarnados decían mucho.
Aquella rubia crecida de aire inocente, y madre, sentada como si nada, dispuso tanta gallardía en obviarlos que tuvo sus tripas a punto de reventar, sintiendo a cada segundo cómo la falda se le iba encallando más, conforme el nene y el hombre avanzaban a través de la ciudad trazando esa línea infinita al tiempo que las piernas se le arañaban, el peinado se le fragmentaba, las uñas se le partían y los tacones se le convertían en botas sucias. Toda una perversa sofisticación, y una rotunda manifestación de la vida. Más ella no tuvo la culpa: la vida de los perdedores ya era bastante complicada.
En otras circunstancias, ya fuera despachando en una tienda, entrando en un baile o sentada a la mesa de café quizás no lo hubiera mirado dos veces, ni el rostro se le hubiera vuelto grotesco a la preciosa mujer con tanta pureza, luciendo pieles en tono mate con leves pátinas oliváceas, de brillos casi verdosos por la ausencia de sol, más bien luz; deformándosele los juanetes, hasta desgastándosele la pulcra elegancia. Pero bastante tenía la dama, habiendo formado parte de bloques de cemento. El eco indescifrable de su educación tenía esas cosas; y un olor agrio y sanguinolento. No obstante, tocaba cambiar, y ya era mucho bajar al suburbano, sentir la repugnancia y, además, no llevar ninguna compañía en plan centinela, sino servirse sola, pretendieran robarle o no. Montones de escombros se había imaginado en sus primeras veces, y que le martilleaban el pecho y la desplomaban en el suelo como a un peso muerto, rasgándole la piel y el apellido.
Su bebé, para quien a esa edad todavía cada día le era completamente nuevo, le iba cargando de sentido. Un peque que no entendía del corte de los trajes, de la anchura de las corbatas, del estilo de los sombreros ni de si los zapatos eran de hechura inglesa. Los jóvenes con gafas e incluso los que llevaban barbas que avejentaban también le llamaban la atención, que no todo era negro o blanco en la urgencia de cada día; tiempo tendría el pequeño para la demencia escolar, y otras.
La soledad de las ciudades tiene su aquel. Ese sonido de los coches fugazmente, de las motocicletas. Ruidos de electricidad también. Cánceres.
Pertenecer a esa transparencia del tiempo gusta a muchos. Habitantes, un aeropuerto internacional, universidad. Dar grandes rodeos, migrantes. Poder subirse a una moto de agua sin mar ni pantanos o lagos e incluso tocar un piano con solo meterte en un escaparate del centro comercial. Mucha gente. Plásticos. Cartones. Teléfonos. En compañía de animales o maridos, mujeres, que admiran todo lo bonito, sea o no. Y ese extraño gen que todo lo puede, sí, que no es ni una enfermedad rara, por todos lados.
Pero un día caminé seiscientos treinta kilómetros por un desierto. Tenía dinero ahorrado. Retroalimenté eso. El dinero me lo escondí en el calzoncillo. Un dos de octubre. La policía siempre me detenía. Acabé sin el coche, que no era mío. Y como que me quedé allí medio año.
Tres años después he vuelto a salvar mi vida. Con esos besos que di, de otro creer. “Si no me quieren que se mueran, cada uno tiene lo que busca”, recuerdo que me traje además del mucho calor de esa frontera. Había buenos médicos, y cariño. Por la noche dormí en una obra, por decirlo de algún modo. Había gente necesitaba, sentí vergüenza de que priorizaran el color de mi piel, o el pasaporte europeo. Sigo soñando sus formas, los había que llevaban siete meses pidiendo en la calle, tras años demostrando que podían llegar. Tuve hasta suerte, conocí uno de esos bosques. Un hermano mayor, de esos icónicos, me recibió. Era como una estrella internacional, uno de los que manejaban el cotarro. Sonreía y comía sardinas de lata a la par; llevaba el cabello como los espaguetis y una bala colgada en el pecho, adornándolo. Era él quien decía el que subía o no a la barca, la lancha o al improvisado bote, una especie de luz que protegía y reclutaba alegre y pavorosamente.
-Quiero ir a Francia, a trabajar como monitor- escuché a uno con mi inglés de aula. No sabía qué era Europa, pero quería llegar, quería, según sus ojos.
Otro le lanzó una piedra. No era del todo bienvenido.
Sentí y siento la pulsión de esos días que compartimos, cual silencio en la nieve que abruma; podía traducir su respiración a decenas de idiomas, y a esa mirada. Nos gustaba ese mismo caramelo. Es lo que observé que buscaban esos ciudadanos del mundo huyendo de los espectros políticos y de personas retrógradas por donde los barcos y los submarinos transitan toda vez que llegan a pie, en coche o líneas de autobuses. No fue la inspiración africana, ni los cambios culturales lo que me llevó allí: fue el dinero, quise saber qué pago.
Desventajas presentes, éxitos futuros. Todos ellos pensaban ser clase media, no carceleros. Lo llevaban tatuado en la piel. Todos con la misma radiografía.
-Aquí la gente que viene la atracamos normalmente, has pagado y te protejo- me insinuó un experimentado en aquel bosque donde por no haber no había ni ratas, de hambre y miseria plena repletas de ilusión y vida.
-Todo el mundo sabe que existo, cuidado- quise poner las cosas en su sitio, dentro de la suerte.
Y por ello no hubo más conflictividades con ellos, sí conmigo, miedo entonces y confusiones ahora. Realmente solo sé mi nombre y aquellos recuerdos de niño, todo lo demás son facturas y el ir de los treinta y uno de diciembre a los eneros. “Pobres no, consumidores sí” es lo que son esos miles de cerebros y un único corazón. Salieron de sus pueblos, y no se han dado cuenta del poder que tienen, ni ellos ni los que les empujan a salir, aquí y allá en los caminos de ida y vuelta… algún dejarán de comprar nuestras deudas y de mantener los tipos artificialmente bajo lo que se dispararán los costes en el otro lado del mundo, su mundo; nuestro mundo.
Si algo une los continentes es esa percepción de la delirante soledad de las ciudades. A todos nos parecían abominables, y todos las necesitábamos. Los de África, los de Oriente Medio y hasta los Europeos y Americanos que pagamos por curiosear. Lejos del combate acuático, los funcionarios a sueldo debían montar un disturbio a la semana, había que recoger fondos:
-Si no hay ruido no hay fondos- decían -se necesita que el entorno influya, ¿quién paga la gasolina?, ¿la comida?, ¿la luz y el agua? ¿la cárcel?, ¿la penicilina y todo esto?
Esa justificación fue mi tránsito de la infancia a la vida adulta, ya pasados los cuarenta.
-Descansa, pásalo bien. Disfruta, cuídate. Esto es así. Todos estamos en esto– me advirtió el pronunciado negro. –Pagar para sentirte bien, y sentirte peor.
Rememorar todo eso hace que me duela el cuerpo al despertarme.
Pude preguntar a cuatrocientas personas, no menos, y todas decían lo mismo: -Europa-, eso fue lo que descubrí, y el síndrome del impostor las veces que pude saltarme esa sentencia y ahondar en sus soledades, pagando siempre.
-Para nosotros solo existe el intento- me asaltó un cuarteto de hombres, hueco, con ruido y confusión.
No pude soportar tanta realidad, y sí, solo en el tiempo se conquista el tiempo. La soledad de las ciudades tiene su aquel. Mucha gente. Estéticas de nadie. Una tierra extraña que habitar, que también se paga. Más sigue sorprendiendo, la capacidad de creer de las personas, su capacidad de crecer, de aprender, y trabajar para superar las adversidades; ni la educación, ni la cultura, ni la investigación son los motores sociales por miles de proyectos y voluntariados que haya. Uno de los que trapicheaban, con orgullo, me dijo:
-Ayer, hoy, mañana y siempre seguiré con esto; es mi trabajo jefe.
No pude responderle a ese contrabandista de personas e ilusiones en su dicha. Y no voy a negar que envejecí con todo ese diccionario de voces de uso actual, todos soñando, aunque algunos engañaban mientras otros eran engañados. Pero sí, sí aprendí algo: yo me puedo quejar porque a pocos kilómetros de mi ciudad una aldea se vaya despoblando, y en otra comarca será otra, para unos la despoblación empezará por unos cientos y para otros por miles o millones, como a esos continentes, no obstante, es lo mismo, aquí y allá, hoy y mañana, la base es la misma, siempre parece ser la misma historia.
No obstante, hay más. Hoy, en la sala de espera del médico de familia he sentido una soledad y tormento aún mayor. En plena ciudad. La gente opina, teme por su pensión, por el empleo de sus hijos y porque el médico les atienda puntual y nadie se les cuele. Y ahora entiendo las balas perdidas. Pobres no, consumidores sí; eso es lo que somos. Mucha gente, porque todo debiera parecerme mentira, y no. La realidad supera a la ficción con creces. He visto más racismo que nunca. Incultura. Y miedo a raudales. Eso no es por culpa del dinero. No siempre es la misma historia. Esos que decían haber estado en Holanda y en Alemania, uno de ellos durmiendo en la calle las primeras dos semanas antes de entrar al campamento, no miran el mismo mundo que yo. Según ellos todo depende del lugar donde se nace, y el que llega se pone a la cola sin dar explicaciones; consecuentemente sobra gente para que ellos puedan tener sus consultas ilimitadas. Cuesta creer que ya no tengan el hábito de ser migrantes, sino sonidos, ruidos, con la memoria deshecha. Yo creía, que en la vida cada idea se sirve de la anterior, y que vamos aprendiendo, evolucionando. No sé qué merecerles. Pusieron a caldo a una ciudadana, de su país, por llevar tatuajes y el pelo tintado de un color llamativo, eso sí, cuando ya había entrado a consulta, no teniéndola delante; delante charlaron distendidos con su padre, que la acompañaba, un carpintero jubilado, bastante dicharachero, que no ofensivo, recién operado de una hernia, muy agradecido por las atenciones médicas de la sanidad pública.
Dan ganas de volver a caminar e irse a ese medio rural degradado dejando la soledad de las ciudades y olvidarse de todo; de mí, del tiempo y de los reinos y los mil motivos.
Y en esta realidad que lo supera todo, ¿de veras que existe ya la cura contra el cáncer tal y como afirmaban esos dos abuelillos en la sala de espera del consultorio y no nos la proporcionan porque no interesa a las farmacéuticas ni a las empresas que se dedican a vivir de las ayudas de acción social y a los mismísimos gobiernos?, ¿tan poco sé de la vida que me toca vivir?
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