Ella, que no era una más de la fraternidad de las diosas, soñaba con un caballero de chocolate. Él, de los de la tribu que por no tener no tenía ni palabras, jamás hubiera soñado con alguien que oliera como la hierbabuena.
Ambos eran la flor marchita de la vida, víctimas de su propia superioridad, por el miedo que les daba decirse la verdad. Uno, que bien podría haber sido Al Capone, más cuando uno no puede ni andar en calzoncillos en su propia casa, gritar en silencio los triunfos ni le salía; y la otra, por fatalista ni besos de sirena.
El top de las cinco mejores ciudades para vivir lo conocían: Zúrich, Vancouver, Múnich y Auckland. Estaban en una de la otras Vienas, extrañados y ausentes, con todo lo que quedaba de ellos y la ventana reuniéndolos.
Ella se casó tiempo atrás con un rico, él aún lloraba por todo aquello que nunca pudo contar a nadie, ni forzadamente en un hospedaje. Al otro lado la institutriz, con esa carta para entregar desde hacía treinta años más sus sonrisas forzadas. El cuarto pasajero ya podría ser un malhumorado dragón o no; ni con los ojos verdes.
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