La doctora salía de una guardia en el hospital, harta de historias de nuestro tiempo, cuyo último caso había consistido en atender a un joven con un bulto en el cuello en el quirófano. Una perla que apenas podría volver algún día a casa, con apenas dieciocho años. La abuela de setenta años lo había entendido, desempolvando recuerdos para hacerle más llevadero a la hija el trance, recuerdos que nadie quería que viesen la luz, pero necesarios.
Elisa no tenía esas lealtades inquebrantables, sí otras, como los amores imposibles y las traiciones imperdonables.
Se duchó, repasó la depilación, miró con extrañeza alguna de sus partes, comió algo y procedió a quedar con un hombre más mayor, delgado, de cabello escaso y blanco, elegantemente vestido. Así los pedía la mamá de origen español, que una vez fue soldado.
Haciendo tiempo, ella posó con mezquina satisfacción echando mano de lo que había en ese edificio de apartamentitos. Otras, con gafas de empollona y nariz respingona, o la que dibujaba una cruz en la frente con miel y rezaba una oración para que todo le saliera bien.
Los invitados y su efusividad, sobre todo en esas fechas, confundían más que ayudaban. Pero se necesitaban.
Dos horas más tarde ¡cuán diferente les era todo! Como las abejas siempre regresaban a su colmena, mandaban comer fruta a los hijos y les ponían los relojes en hora a los mariditos, pues todos los barcos necesitaban un capitán, los pequeños y los grandes.
Cual galería de seres desordenados la guerra había empezado. Otro papel. Sólo me alegro porque tú no vas a participar en ella, pensó la doctora, deslizando los pies hacia su interior, estremeciéndose. Y sin dejar de escuchar la grandiosidad de los primeros días, un indistinguible rescoldo asomó su hocico. Cenizas rojas quería su cariño, peor que un instrumento adulto.
Centelleante, ella le convino uno caricia, de esas inmensas por preciada, corta y sentida. ¿Cómo llegó a querer a aquella máquina de escribir teniéndote a ti?, le preguntó al perro.
Sus zapatos parecían estúpidos, viviendo en un oscuro mundo al otro lado del cuarto. Ni el hijo de tres años se los puso para caminar ruidosamente. Ya iba teniendo edad de ir sabiendo cosas, pero no. La camiseta raída fue incapaz de pensar, hablar y recordarlo por sí sola. Anquilosada a sus pies, ella terminó de decírselo todo, habiendo desobedecido su propio mandato: vamos a tomar el aire, nos vendrá bien. Todo inexplicable y, a la vez, comprensible; odioso; y, a la vez anhelado. Cenizas rojas en sí mismo era un susurro hecho eco; todo un consuelo vivo. Y el peque.
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